• Los kelpers bajo el dominio argentino


    Mucho se habló de lo bien que los argentinos trataron a los malvinenses durante la ocupación, constituyendo este uno de los argumentos más esgrimidos por militares

Publicado el 13 Septiembre 2021  por


Mucho se habló de lo bien que los argentinos trataron a los malvinenses durante la ocupación, constituyendo este uno de los argumentos más esgrimidos por militares, historiadores, periodistas y participantes de los hechos; sin embargo, relatos y testimonios surgidos a lo largo de los años fueron mitigando esa versión, dejando entrever sucesos que se ignoraban.

No todo fue color de rosa para los habitantes de las islas después de la recuperación.

Si bien es verdad que el general Menéndez, por expresa recomendación de la Junta, puso todo su empeño en que a los isleños se les diese un trato correcto, se respetasen sus costumbres, se atendiesen sus necesidades y por sobre todo, no se violase su propiedad, ello se debió a la necesidad de mostrar al mundo dos cosas: lo “benévolo” y “conveniente” que iba a resultarle el dominio argentino a los nativos y lavar la pésima imagen que las FF.AA. tenían con respecto al tema de los derechos humanos. “Somos buenos, miren como tratamos a nuestros hermanos isleños”, era la idea.

Por supuesto nadie tuvo en cuenta ese buen trato a la hora de juzgar la actitud argentina y adoptar sanciones contra ella pues el nuevo régimen parecía borrar con el codo lo que escribía con la mano. Y para corroborarlo, de movida, a poco de dar a conocer al mundo que los derechos y las costumbres de los pobladores iban a ser respetados, reemplazó los nombres de la toponimia local por la propia, ordenó el tránsito por la derecha y puso en circulación su propia moneda.

Los malvinenses vieron con estupor como su capital pasaba a denominarse “Puerto Rivero” e inmediatamente después, Puerto Argentino, dos nombres en extremo desagradables para ellos; la isla Pebble se convirtió en isla Borbón, la isla Lively en la isla Bougainville, Puerto Howard pasó a ser Puerto Mitre, el monte Osborne, el cerro Alberdi y la cadena a la que pertenecía, alturas Rivadavia, solo por citar algunos ejemplos.

Hemos dicho que a poco de que las tropas se posesionasen de las islas, los kelpers pusieron en marcha un tímido e intrascendente movimiento de resistencia clandestina que poco y nada incidió en la guerra, aunque fue magnificado con el correr de los años.

En el capítulo octavo hicimos mención de la irrupción violenta que hicieron los argentinos en la estación de radio local, mientras Patrick Watts transmitía los pormenores de la invasión. Lo mismo el temor y la incertidumbre generados por Patricio Dowling, jefe de los servicios de inteligencia de la Policía Militar, durante su estadía en la capital malvinense, sometiendo a varios de sus pobladores a apremios, interrogatorios y presiones psicológicas.

Pero eso no fue todo.

En el capítulo titulado “La Batalla Diplomática”, dijimos que Dowling fue, sin dudas, el argentino más temido por los kelpers. Con él no hubo gestos de desagrado, ni muecas de molestia, ni actitudes “adrede”. Cuando lo veían, los isleños temblaban, en especial después de conocer sus métodos y procedimientos. Como se recordará, fue él quien confiscó varias banderas británicas, quien detuvo con violencia a buen número de ciudadanos y sometió a malos tratos a otros, entre ellos Philip Rozee y Hill Luxton.

En su libro Falklands Islanders at War, Graham Bound explica que Dowling poseía detallados expedientes de los malvinenses y que llevaba a cabo inspecciones y arrestos arbitrarios.

Uno de los incidentes más graves tuvo lugar en la granja de Neil y Glenda Watson en Long Island, cuando Dowling apuntó con su arma a Lisa, la pequeña hija del matrimonio, a quien varias veces le ordenó ponerse de pie. Según el relato, la niña se mantuvo quieta en el sillón donde se hallaba sentada, chupándose el dedo, pero la versión parece magnificada. ¿Qué padre se queda quieto viendo como alguien poco amistoso apunta a la cabeza a un hijo pequeño mientras le dan una orden? Los Watson tomaron a su hija del brazo e hicieron lo que el oficial argentino les pedía.

Cuando a mediados de mayo el comodoro Carlos Bloomer Reeve aconsejó a Menéndez enviar a Dowling de regreso a la Argentina, los isleños respiraron aliviados, sobre todo porque tanto él como el capitán Barry Melbourne Hussey, los oficiales argentinos más requeridos por los kelpers según Bound, quedaron en su lugar. Y no era para menos, se trataba de los “rostros aceptables del país invasor”, hombres valientes y humanos quienes hicieron mucho por protegerlos de los excesos de sus connacionales en lo que consideraban una "aventura equivocada".

Los isleños siempre acudían a ellos, no solo porque hablaban perfectamente inglés sino por ser amigables y correctos, en especial el primero quien siempre se presentaba con una sonrisa. Además, no tenía motivos políticos para estar allí y era conocido en el archipiélago. Entre 1975 y 1976 Bloomer Reeve vivió junto a su familia en Puerto Argentino, pues tuvo a su cargo la supervisión del servicio de pasajeros de la Fuerza Aérea Argentina entre el continente y las islas1. Melbourne Hussey, por su parte, era un hombre de principios humanos, que también trabajó con ahínco intentando aliviar la situación de los isleños.

Durante las noches, la situación se tornaba en extremo peligrosa, en especial, porque los conscriptos le disparaban a cualquier cosa que se movía. Incluso llegaron a perforar las paredes de varias casas y acribillar la ropa tendida en la obscuridad al moverse por el viento. En verdad, en esas circunstancias, no hubo muertos de milagro.

En otra oportunidad, un grupo de pobladores fue repentinamente rodeado para ser encarcelados y enviados a una suerte de campo de prisioneros en Bahía Fox. Entre los detenidos se encontraban Brian y Owen Summers, Gerald Cheek, Stuart Wallace, George y Velma Malcolm, quien explicó que: “Un enorme, fornido y presuntuoso bruto nos dijo: ‘se van a ir de campamento’... desenfundó su arma mientras estaba frente a mí. Le dije: ‘No necesita su arma, es poco probable que yo haga algo estúpido’”. Bound, que hace permanente hincapié en este tipo de anécdotas, describe esas experiencias como “humillantes y aterradoras”.

Los malvinenses del interior la pasaron peor. Denzil Clausen fue golpeado brutalmente porque los argentinos creyeron que estaba transmitiendo mensajes a la flota británica cuando en realidad sintonizaba el servicio exterior de la BBC.

A Robin Pitaluga lo arrestaron, lo interrogaron y simularon dispararle varias veces cuando hombres fuertemente armados irrumpieron en su establecimiento rural (según hemos dicho, el más importante de las islas), después de que retransmitiera por radio un mensaje de la Task Force, incitando a la rendición. Los invasores lo ataron y lo obligaron a pasar la noche en una fosa al aire libre de donde lo sacaron al día siguiente, semicongelado, para ponerlo bajo arresto domiciliario2.

Como se recordará, los 115 habitantes de Prado del Ganso (entre ellos 43 niños), fueron encerrados en el edificio del Ayuntamiento, en un primer momento sin comida y con solo dos baños, en abierta violación a la Convención de Ginebra. El edificio era una construcción poco adecuada para albergar detenidos civiles, no tenía marcas que lo identificasen y tampoco había refugios en los cuales cubrir a sus moradores de los ataques de artillería y los bombardeos aéreos. Como se ha dicho, los prisioneros levantaron el entablado del piso y cavaron defensas improvisadas donde se protegieron mientras las bombas caían a su alrededor.

Los argentinos estaban convencidos que los prisioneros transmitían mensajes de radio y por eso irrumpían frecuentemente en sus viviendas realizando inspecciones e incluso buscando hasta en el mameluco del pequeño Matthew McMullen, de cuatro meses de edad.

El libro de Bound es tan tonto que repara en detalles como cuando los soldados rebuscaban entre los pañales del niño y “…los adultos que observaban esperaban que Matthew tuviese una ‘pequeña sorpresa’ para ellos”.

Los darwineses lograron enviar un mensaje a monseñor Daniel Spraggon, el sacerdote católico de Stanley, “…quien protestó ante los argentinos a fin de aliviar la difícil situación de los cautivos”3.

Los kelpers permanecieron encerrados en el Ayuntamiento de Prado del Ganso hasta el 29 de mayo, cuando el ejército británico los liberó. Tremenda fue su sorpresa cuando al regresar a sus hogares los encontraron saqueados y completamente arruinados4.

Según cuenta June McMullen, una mujer nacida y criada en Prado del Ganso, casada con un pastor del lugar y madre de dos niños, los pobladores se asustaron mucho el día de la invasión. Al principio, ni bien llegaron los argentinos, la cosa no parecía tan mala pero a medida que fue pasando el tiempo, fue empeorando5.

June se enfureció cuando los invasores comenzaron a tomar medidas y dar directivas arbitrarias pero nunca dijo nada por temor, lo mismo el resto de la comunidad. La gente trató de evitar todo contacto con ellos y se angustió mucho al verlos colocar sus helicópteros entre las casas, a efectos de evitar los bombardeos.

En realidad, la resistencia mencionada por Bound no existió. Su libro se limita a reproducir anécdotas puntuales, pequeñas por cierto, a las cuales sazona y sobredimensiona en extremo, tratando de justificar a los kelpers y elevar su ego tras su nula y poco honrosa participación en la defensa y reconquista del archipiélago.

Y la cosa perece haber surtido efecto pues a Patrick Watts se lo propuso para recibir la condecoración MBE (Miembro de la Orden del Imperio Británico) por la valentía y resistencia manifestada durante la transmisión que hizo la noche de la invasión, “informando y retransmitiendo los mensajes del gobernador Hunt mientras se desarrollaban los combates hasta que los argentinos irrumpieron en su estudio, armados”. Según quienes lo seleccionaron para entregarle el galardón, “sus transmisiones sostuvieron a los isleños durante la primera noche de la invasión sin exhortaciones a la violencia, sin condenaciones motivadas por los ánimos hacia los invasores y ciertamente, sin demostrar miedo o temor. El tono había sido sutilmente subversivo y desafiante, pero dignificador; indicación de una comunidad que había sido derrotada pero que no habría de ser sometida”.

Por otra parte, Andrew Short y su hijo, radioaficionados de Port Louis, “interceptaron, confundieron y bloquearon señales radiales argentinas”. A su vez, el veterinario Steve Whitley, que la iba de bravo, andaba de aquí para allá, amenazando con “apuñalar argentinos” pero sus bravatas no pasaron de eso aunque tanto él como el maestro de escuela Phil Middleton, llevaron a cabo “misiones de alto riesgo” al cortar líneas de comunicaciones con sus instrumentos de castración veterinaria y tomar fotografías clandestinas de posiciones defensivas argentinas.

Otros miembros de la resistencia desactivaron vehículos del gobierno para evitar su uso y en lo que parece una de las pocas tentativas serias, el canadiense Bill Curtis intentó una incursión nocturna tendiente a desviar las balizas de aeronavegación argentinas, misión que no pudo llevar a cabo porque terminó arrestado.

En Prado del Ganso y Puerto Darwin, Eric Goss y un grupo de pobladores, escondieron combustible e inmovilizaron tractores buscando que los argentinos no se sirviesen de ellos, además de sabotear las redes de agua utilizadas por las fuerzas de ocupación. Aún así, los invasores se las ingeniaron para montar sobre esos vehículos las coheteras de los Pucará destruiros y utilizarlas contra las tropas enemigas.

Según el mencionado libro, alguien estuvo haciendo señales luminosas durante las noches (presumiblemente patrullas británicas) y cuando los argentinos preguntaron acerca de ellas, Goss les dijo que se trataba de un “curioso fenómeno natural local motivado por la luz de luna reflejándose en las rocas cubiertas de algas durante la marea baja”.

Una cosa que les encanta a los kelpers es la propaganda psicológica que ejercieron sobre algunos conscriptos, magnificando el accionar de los ghurkas. Al parecer, Goss les dijo a varios de ellos que se trataba de combatientes feroces y temibles. “Cuando despierten en la mañana, solo agiten la cabeza. Si se les cae, es porque los ghurkas han estado por ahí”. Sin embargo, ningún combatiente recuerda haber escuchado a alguien decir eso.

Bound refiere que ninguno de los involucrados en “actos de sabotaje y espionaje” estaba realmente al tanto de los riesgos que corrían pero sin dudas habrían sido tratados duramente como espías. Y enseguida menciona a los electricistas Les Harris y Bob Gilbert, quienes cortaron las redes de electricidad argentinas e instalaron fusibles de baja tolerancia en los transformadores que servían a sus tropas. En este caso, nadie se percató de estos hechos y nadie los recuerda tampoco.

La que realmente resultó valiosa fue la actuación de la Dra. Alison Bleaney, por entonces madre de un bebé, quien tenía a su cargo los servicios médicos del hospital. La facultativa resultó clave a la hora de intermediar entre las fuerzas británicas cuando proponían un alto el fuego y las autoridades argentinas, siempre a través de Bloomer Reeve y Melbourne Hussey. Lo mismo puede decirse del superintendente de educación John Fowler, al evacuar varios niños de la capital, aunque nada tengan que ver con la supuesta resistencia.

Es en ese punto donde el libro se torna interesante, al rescatar hechos y actitudes de valor llevados a cabo por algunos pobladores como Dennis Paice y Derek Rozee, los hombres que mantuvieron funcionales los servicios de agua y electricidad y la de Des King y su familia, propietarios del hotel Upland Goose, quienes acogieron a habitantes desplazados del interior de las islas, lo mismo Terry Spruce al ofrecer el West Store como refugio de reserva y ayudar a preparar paquetes de supervivencia. Casas seguras fueron designadas y marcadas como refugios para los civiles, equipadas todas con aparatos de onda corta destinados a captar las transmisiones del BBC.

Se percibe un toque sentimental en el libro cuando el autor refiere: “Los peligros compartidos y la ayuda entre sus miembros mantuvieron a la comunidad unida. Personas que habían peleado entre ellas toda su vida de pronto entablaron una sólida amistad. La compasión también se extendió hacia los conscriptos argentinos, quienes recibieron comida y víveres de parte de los Islanders”.

Es evidente que Bound manipula y magnifica los datos tratando de darles a los kelpers su parte en la historia, una historia que, lo hemos dicho, los tuvo como meros espectadores.

Hugh Bicheno recoge algunos relatos de 74 Días, el diario de John Smith5, uno de ellos protagonizada por Terry Peck, jefe de Policía de Puerto Stanley, quien “se la jugó” al colocar una cámara con lente telefoto en un tubo, fotografiando las posiciones de la artillería antiaérea argentina. Cuando alguien le informó que Dowling lo buscaba, abandonó a toda prisa la capital y se dirigió a Green Patch, donde estuvo escondido algunos días hasta enterarse que varios lugares por los cuales había pasado habían sido atacados por comandos de la Compañía 601. Entonces se retiró de allí, y después de vagar a la intemperie durante diez días, llegó a Brookfield Arm para esconderse en lo de su propietaria, Trudi McPhee, donde permaneció junto a otros refugiados, hasta el día del desembarco inglés6.

Impulsado por la petulancia propia de quienes no habiendo nacido en el Reino Unido tratan de demostrar que son más británicos que los propios británicos, Bicheno califica el accionar preventivo de los comandos como “campaña bizarra contra los caseríos remotos” así como con absoluta ligereza se refiere a las misivas publicadas por la familia de David Tinker (el marino muerto a bordo del "Glamorgan"), como “quejumbrosas cartas”, expresiones que ponen al descubierto una forzada soberbia que solo le resta mérito a su trabajo.

Peck se dirigió directamente a San Carlos para encontrarse con las tropas que estaban desembarcando: lo hizo por el camino que atraviesa Aguas del Salvador, topándose en el trayecto con Saúl Pitaluga, el efervescente hijo de Robin, quien deseoso de vengar los atropellos sufridos por su padre, lo guió hasta la bahía.

El oficial de policía tomó contacto con el alto mando británico y además de proporcionarle mapas y fotografías, condujo al Para 3 hasta Puerto Argentino a través de Caleta Trullo y Estancia House.

Sin embargo, la “gran heroína de la resistencia” parece haber sido la mencionada Trudi McPhee al conducir una caravana de Land Rovers encabezada por un tractor a oruga conducido por su socio en las actividades rurales, Roddy McKay. Bicheno proporciona los nombres de quienes formaron parte de aquel tropel, a saberse, Vernon Steen de Puerto Stanley, también refugiado en Brookfield Farm, Bruce May y Claude Molkenbhur de Puerto Johnson’s, Keith Withney de Rincón Grande, Trevor Browning y Andrew Short de Puerto Soledad, Terence Phillips de Monte Kent, Neil Watson y Mike Luxton de Long Island, Raymond Newmann, Maurice Davis, Mike Carey, Patrick y Alistair Minto, Patrick Whitney, Ferry Betts y Meter Gilding de Green Patch.


Parece que este grupo tomó contacto en Estancia House con el segundo del Para 3, un oficial llamado Roger Patton (ningún parentesco conocido con el célebre general norteamericano de la Segunda Guerra Mundial), quien vio en ellos una suerte de “maná del cielo”, porque utilizó sus vehículos para conducir parte de la logística del batallón.

Según estas novedosas versiones, ¡el pelotón de Trudi estuvo cerca del fuego de los cañones de 155 y 120 mm apostados en monte Longdon, corriendo notable riesgo!, e  incluso el tractor de McKay… ¡¡¡fue atacado por los Canberra y un Skyhawk de la FAA!!! Los kelpers de Trudi complementaron su accionar haciendo las veces de taxis entre la retaguardia británica y el Puente Murrell.

La noche de la batalla del monte Longdon los isleños transportaron en sus vehículos a efectivos de las compañías A y B hasta sus líneas de partida, después de tomar por el camino hacia Fruze Bush Pass. Incluso ahora sabemos que el “bravo” Terry "intervino" en la batalla junto a la Compañía A, conduciéndola como guía de su flanco derecho, primero hasta Longdon y después hasta Puerto Argentino. Enhorabuena, por fin alguien se ocupó de salvar el honor de los lugareños.

Pese a todo, el pobre ex jefe de policía de Stanley no la sacó barata. Según Bicheno, murió a los 69 años víctima de una artritis aguda, atormentado por los espantosos sueños que turbaron sus noches durante años debido a los horrores que presenció en monte Longdon.

Al término de la guerra, la “combativa” Trudi McPhee (que al parecer daba órdenes como un nuevo Wellington), recibió una mención, como los demás voluntarios.

Es evidente que con el paso de los años, estas versiones irán en aumento y para regocijo de turistas y agentes de viaje, aquel insignificante movimiento alcanzará proporciones comparables a la resistencia francesa en la Segunda Guerra Mundial.

Volviendo al tema que nos ocupa, al margen de estas anécdotas, una cosa parece haber sido cierta, y es que el tan publicitado “buen trato” hacia los kelpers no lo fue tanto. El general Julian Thompson, en extremo objetivo y despojado de pasiones a la hora de relatar los hechos, dice en No Picnic, al referirse a la recaptura de Puerto Darwin y Prado del Ganso: “Habían tratado a los pobladores muy cruelmente [los argentinos], saqueando sus casas y robando las cosas de algún valor. La comunidad entera había permanecido encerrada en la escuela [en realidad fue en el edificio del Ayuntamiento] durante cuatro días”.







Notas
1En la oportunidad, Bloomer Reeves hizo muchos amigos.
2 Nada de eso refiere el libro Comandos en Acción de Isidoro Ruiz Moreno.
3 Graham Bound, Falklands Islanders at War.
4 Michael Bilton y Peter Kosminsky, Hablemos Claro. Testimonios inéditos sobre la guerra de Malvinas. Emecé Editores, Bs. As. 1991.
5 Ídem.
6 Hugh Bicheno, Al filo de la navaja, Debate, Buenos Aires, 2009.


Fuente: Malvinas. Guerra en el Atlántico Sur
Autor: Alberto N. Manfredi (h)

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