• La Compañía de Comandos 602 entra en escena


    Cerca de las 18.00 horas del miércoles 16 de mayo, el jefe del Estado Mayor del Ejército, general José Antonio Vaquero, revisaba unos documentos en su despacho

Publicado el 19 Septiembre 2021  por


Cerca de las 18.00 horas del miércoles 16 de mayo, el jefe del Estado Mayor del Ejército, general José Antonio Vaquero, revisaba unos documentos en su despacho del 5º piso del Edificio Libertador, cuando el mayor Ángel León ingresó presurosamente para entregarle unos radiogramas que el alto oficial debía firmar.

En aquellos días, el magnífico edificio de estilo academicista francés, sede del Ministerio de Guerra (años después Ministerio de Ejército y en la actualidad sede de la cartera de Defensa), era escenario de un movimiento febril propio del comando de una nación en guerra, con gente que iba y venía llevando documentos, solicitando instrucciones, dictando disposiciones y otorgando audiencias.

Mientras el general firmaba los despachos, su subalterno le dijo en tono grave que lo que estaba ocurriendo era una verdadera lástima, e inmediatamente después, calló.

Vaquero alzó la vista y con el ceño fruncido preguntó, mirando fijo a su subalterno:

-¿Por qué dice que es una lástima lo que está ocurriendo?

Extremadamente serio, el mayor dijo con tono grave que los hombres más preparados para la lucha se hallaban desperdiciados en puestos pasivos y secundarios después de haberse preparado toda su vida para un momento como el que se estaba viviendo, desaprovechando una oportunidad única de ponerlos a prueba. Se refería a los comandos que permanecían en el continente esperando ser enviados al frente en tanto los cuadros del enemigo eran, en su amplia mayoría, profesionales y no jóvenes conscriptos como los que la Argentina había desplegado en el teatro de operaciones. Era imperioso enviar esa gente especializada, preparada para la guerra, como lo venían demostrando los hombres del mayor Castagneto, si lo que se quería era alcanzar el objetivo. Además, en cualquier momento la Compañía de Comandos 601 iba a protagonizar enfrentamientos de envergadura, con muertos y heridos y eso la dejaría extremadamente debilitada.

Cuando León terminó de hablar, el general Vaquero quedó un momento en silencio, sumido en profundos pensamientos, como evaluando lo que acababa de escuchar, acto seguido tomó un papel de su escritorio, anotó algo en él y se lo entregó al mayor quien con profunda satisfacción, se dio cuenta que había ganado la partida.

-Tome –dijo el general mientras extendía el brazo con el papel en la mano- póngase a trabajar en una lista con los hombres que considere más adecuados para pasar a las islas1.

León salió del despacho lleno de entusiasmo y con el escrito en su mano se dirigió a la oficina de la División Coordinación, donde le ordenó al mayor Olascoaga que se pusiese a trabajar en la lista. Al mismo tiempo, llamó al coronel Federico Antonio Minicucci, jefe de la Escuela de Infantería y le pidió tener todo listo para transformar a esa dependencia en órgano ejecutivo.

En realidad, el tema había sido tratado a comienzos de mes con el mayor Aldo Rico, brillante oficial de Infantería que gozaba de gran prestigio y reputación entre los comandos, de los cuales fue instructor junto a su antiguo jefe, el teniente coronel Mohamed Alí Seineldín.

Durante aquella charla Rico, por entonces jefe de un regimiento de infantería que vigilaba los pasos cordilleranos en San Juan, manifestó a León su desagrado por el papel pasivo que se le había encomendado y su deseo de pasar al teatro de operaciones a la mayor brevedad posible. Hombre de acción, valiente en extremo, temperamental y decidido, no podía concebir la idea de estar varado en un punto distante, lejos de la guerra, mientras jóvenes conscriptos de entre 18 y 20 años se encontraban en el frente, listos para morir. No podía entender esa política y mucho menos que gente preparada como él, permaneciese en el continente a resguardo de todas las contingencias, más cuando la historia mostraba que Chile jamás atacaría a la Argentina y menos por ese punto.

Y no era para menos pues llevaba en su sangre la fogosidad de una raza en extremo belicosa como hijo de padre asturiano y madre gallega, dos pueblos combativos que junto a navarros, castellanos, extremeños y aragoneses, habían forjado el imperio más grande de la historia2.

Prueba del temperamento de Rico era su hermano, Ricardo Roberto, un valeroso médico de la Policía Federal muerto en acción durante las guerras centroamericanas, en 1981.

El currículum de Aldo Rico habría sido impecable si su carácter no lo hubiese llevado, en más de una oportunidad, a producir roces con sus superiores e incluso, en cierta ocasión, a la desobediencia.

Nacido en Buenos Aires (más precisamente en el barrio de Palermo) el 4 de marzo de 1943, al terminar la escuela primaria ingresó en el Colegio Militar donde reveló condiciones excepcionales para el entrenamiento y sacrificio.

Debido a su personalidad, en especial su intolerancia hacia las actitudes que se apartaban de la disciplina castrense, en 1962 fue dado de baja por haber incurrido en insubordinación. Por entonces era cadete (cursaba el 3er. Año) y figuraba en el Cuadro de Honor de la institución.

Para su fortuna, al año siguiente fue reincorporado aunque obligado a repetir el año perdido.

En 1964 egresó como subteniente siendo designado abanderado escolta del establecimiento y encargado de la compañía, ello en base a sus excelentes calificaciones.

Su primer destino fue Uspallata, en la provincia de Mendoza, donde nació su amor por la montaña y el andinismo. Allí realizó el curso de paracaidista y poco después, debido a sus cualidades, fue maestro de salto. En 1974 se lo destinó a  la División Aerotransportada del ejército peruano y en 1975 fue incorporado al Regimiento de Infantería 5 (RI5) donde, según sus palabras, aprendió a ser soldado.

El curso de comando lo realizó en 1968, con Seineldín como instructor, complementándolo con experiencias de buceo en el Delta del Paraná y períodos de supervivencia en lugares inhóspitos y de clima riguroso. Finalizado el mismo, pasó a desempeñarse como instructor del Colegio Militar, adiestrando a jóvenes camadas de soldados, etapa en la cual protagonizó nuevos altercados con la superioridad. Al año siguiente, con el grado de capitán, ingresó en la Escuela Superior de Guerra y una vez finalizados sus estudios, mereció el siguiente juicio, reproducido por Isidoro Ruiz Moreno reproduce en su libro: “Oficial de adecuados conocimientos profesionales y rápida reacción mental, posee un carácter fuerte e individualista que dificulta su integración. Debe ser más cuidadoso en los aspectos formales, fundamentalmente en su forma de expresarse”. Recibió su diploma en 1979.

De excelentes aptitudes físicas y deportivas, meses antes de la guerra escaló las laderas del cerro Tronador, de 4000 metros de altura, alcanzando su cima junto a sus alumnos del curso de comandos, efectuando desde allí su recordado contacto radial con la Escuela de Infantería.

Era realmente inconcebible que el Alto Mando estuviese prescindiendo de un oficial como ese pues Aldo Rico podía ser todo lo vehemente, individualista e insubordinado que fuera, incluso altanero y soberbio, pero se trataba de un soldado excelente, dotado de las condiciones necesarias para enfrentar situaciones extremas como la que se estaban viviendo. En una palabra, era el hombre indicado para la ocasión y lo iba a demostrar con creces.

Al medio día del viernes 21, el mayor León conversaba en su despacho -antesala del general Vaquero-, con el coronel Minicucci y Aldo Rico, cuando llegó al lugar el teniente coronel Juan Carlos Mugnolo, segundo ayudante de aquel. En esos momentos, Rico comentaba que era un despropósito retener en el continente a paracaidistas y comandos y eso llamó la atención del alto oficial, quien se detuvo a escuchar.

Ni bien el mayor terminó de hablar, Mugnolo golpeó la puerta del despacho y sin esperar, entró.

-Con permiso, mi general.

El jefe del Estado Mayor del Ejército conversaba en esos momentos con el general Enrique Podestá, jefe de la División de Personal, quien se volvió hacia la puerta para saludar al recién llegado.

-Adelante – respondió Vaquero.

-Señor, afuera se encuentra el jefe de la Compañía de Comandos 602- dijo Mugnolo después de los saludos de rigor.

Vaquero, un tanto sorprendido, preguntó quién era, a lo que su par le respondió:

-Es el mayor Aldo Rico.

-Hágalo pasar.

Mientras Vaquero y Podestá intercambiaban unas palabras, Mugnolo volvió a salir y le pidió a quienes estaban afuera que entrasen. Se saludaron, se presentaron y sin esperar más, el general Vaquero fue directamente al grano.

-Dígame, mayor Rico, ¿podría juntar unos veinte comandos para enviar a Malvinas?

-Podría juntar más de cuarenta, mi general, y formar con ellos una segunda compañía.

-¿Y cuanto tiempo le llevaría?

-Lo que se tarde en traer al personal de las distintas unidades del interior.

-¿Y con qué la remontamos, mayor?

-Con el equipo individual de Intendencia existente en la Escuela de Montaña de Bariloche y la Escuela de Infantería, mi general.

La respuesta satisfizo a Vaquero que sin esperar más, autorizó a Rico a proceder. Se estaba dando forma a la segunda compañía de comandos que operaría en la zona de guerra.

Sumamente emocionado, Rico salió del despacho convertido en jefe de la nueva unidad y de manera inmediata, puso manos a la obra asistido por su amigo, el mayor León.

Lo primero que hizo fue llamar desde el escritorio de este último a San Juan para pedir que enviasen su equipo a Buenos Aires lo más rápidamente posible. Inmediatamente después, se comunicó con la Escuela Militar de Montaña, en la lejana Bariloche, urgido por determinar su capacidad de equipamiento. Lo atendió un antiguo discípulo y gran admirador suyo, el capitán Mauricio Fernández Funes, ayudante del director del establecimiento, coronel Juan Luis Pasqualini.

Rico le preguntó a Fernández Funes si la escuela estaba en condiciones de equipar a cincuenta hombres y aquel le respondió afirmativamente. En vista de ello, el flamante jefe de la 602 solicitó uniformes de camuflaje, anoraks, impermeables, ponchos para la lluvia, pasamontañas, gabanes de Duvet, guantes, borceguíes, carpas, mochilas, cascos, boinas y bolsas de dormir.

Todo lo concedió Fernández Funes razón por la cual, en determinado momento, el coronel Pasquialini, allí presente, le pidió “parar un poco la mano”.

Cuando terminó la conversación, Fernández Funes se despidió con un rutinario “hasta luego”, saludo que Aldo Rico contestó:

-A lo mejor hasta muy pronto, capitán – dejando al hombre de Bariloche bastante desconcertado e ignorante de que en poco tiempo iba a ser convocado para pasar a Malvinas.

Como la Compañía de Comandos 601, su similar debería alojarse en dependencias de la Escuela de Infantería, hacia donde Rico partió ni bien abandonó el Edificio Libertador.

Por orden del general Vaquero, el general Podestá cursó los radiogramas correspondientes convocando al personal seleccionado para poner en marcha la operación.

Según contaría Aldo Rico tiempo después, se tenía poca idea de lo que realmente ocurría en las islas, tan poca, que hasta su charla con León y Minicucci, solo conocía lo transmitido por los medios de prensa, es decir, puras falacias y distorsión. Dada su nueva misión, a partir de ese momento recibiría algo más de información, aunque recién al pisar el archipiélago tomaría conciencia de lo crítico de la situación. En esos momentos, el Estado Mayor Conjunto emitía el comunicado Nº 68 dando cuenta del desembarco británico en San Carlos y que las fuerzas argentinas estaban resistiendo.

Como era de esperar, los comandos que no había sido llamados aun comenzaron a experimentar malestar y angustia, de ahí el elevado número de ofrecimientos voluntarios que recibió Rico para integrar la flamante compañía, los cuales no pudieron ser satisfechos en su totalidad.

Hubo un caso muy especial, que vale la pena relatar, el del capitán José Arnobio Vercesi, quien hasta el momento se desempeñaba como policía militar en Córdoba.

Vercesi se presentó un día al comandante del III Cuerpo de Ejército, general Eugenio Guañabens con el propósito de solicitar la baja y cuando el sorprendido oficial le preguntó los motivos, aquel le manifestó sentirse profundamente frustrado. Después de haberse preparado toda una vida para combatir, no solamente no se lo convocaba sino que en lugar de ello, se lo dejaba en el continente, lejos del campo de batalla, a cargo de conscriptos inexpertos.

Guañabens trató de calmarlo y le prometió ponerlo al frente de un cursillo destinado a corresponsales de guerra pero Vercesi se negó porque no quería quedar fuera; a partir de ese momento, buscaría todos los medios para hacerse alistar.

Su compañero, Marcelo Sbert pensaba igual y también se las ingenió para ser llamado. Todos deseaban marchar al frente, aunque el enemigo fuese una superpotencia de magnitud como era Gran Bretaña.

A medida que se cursaban las citaciones, iban llegando los destinatarios con uno o dos días de diferencia. Ruiz Moreno reproduce el texto de la convocatoria, que decía textualmente: “A partir de la recepción de la siguiente orden, deberá presentarse, primer medio, Escuela de Infantería, de combate, con casco, equipo de campaña, dotación reglamentaria, pistola, según corresponda. Dejar declaración jurada para recibir haberes”.

La lectura de Comandos en Acción nos permite conocer casos realmente singulares, uno de ellos el del teniente primero Horacio Losito, quien el sábado 22 de mayo por la noche se hallaba de guardia en el cuartel del Regimiento de Infantería 11 de Tupungato, provincia de Mendoza, cuando recibió el telegrama de citación. A medida que avanzaba en la lectura, su corazón comenzó a palpitar aceleradamente a causa de la emoción y su alegría no tuvo límites al percatarse que desde Buenos Aires se lo convocaba para marchar al frente. Por esa razón, salió corriendo con el telegrama en la mano, ansioso por mostrárselo a sus compañeros.

Algo similar ocurrió con el capitán Andrés Ferrero de la Escuela Militar de Montaña en Bariloche al enterarse que junto a sus compañeros, el capitán Mauricio Fernández Funes y el teniente primero Luis Alberto Brun, se los llamaba para alistarse y partir inmediatamente a las islas.

Cuando Losito y el sargento Luis Gerardo Luna (que también había sido llamado por Rico) se aprestaban a abordar el jeep con destino al aeropuerto de Mendoza, notaron que el jefe del regimiento los esperaba en su despacho. Si bien se trataba de un hombre duro y poco expresivo, célebre por su temple autoritario y su gesto adusto, dada la situación los estrechó en un abrazo y con lágrimas en los ojos les dijo:

-Como profesional los envidio. Que tengan mucha suerte y no olviden que llevan en sus mochilas el prestigio del viejo regimiento del general Las Heras.

En el arco de entrada al cuartel los aguardaba una formación especial en su honor, algo que los emocionó y enorgulleció profundamente.

La tarde de aquel domingo 23, una caravana de automóviles acompañó el jeep que transportaba a los comandos hasta el aeropuerto, donde los esperaban el director y los jefes de la Escuela Militar de Montaña además de funcionarios civiles y sus respectivas esposas. Después de las despedidas, emotivas por cierto, abordaron un avión de Aerolíneas Argentinas, todo en medio de aplausos y a poco de instalarse en sus asientos, el piloto se acercó a saludarlos.

A ellos también les causó muy mala impresión el clima que imperaba en Buenos Aires. Ni bien llegaron a la gran capital, los efectivos se encontraron con un ambiente despreocupado, distante y ajeno al drama. La gente en las calles parecía enfrascada en otros asuntos, yendo a restaurantes y cafés, pensando en divertirse y en pasarla bien y distanciándose cada vez más del conflicto.

Una vuelta por las avenidas Santa Fe y Callao les mostró los cines repletos, la gente haciendo cola, bares y restaurantes repletos, las discotecas al tope y el total de la población en la suya, como si la crisis fuese algo ajeno.

El lunes 24 de mayo se iniciaron los preparativos en la Escuela de Infantería. Un detalle a tener en cuenta fue el hecho de que si bien gran parte del personal conocía los cursos de comandos y paracaidismo, pocos habían practicado juntos. Si la Compañía 601 tuvo como base al equipo Halcón 8, la 602 no era más que un conjunto homogéneo de gente voluntariosa y decidida pero con poca experiencia en la materia.

Por mencionar un ejemplo, el sargento primero Omar Medina fue custodio del general Vaquero durante dos años, vistiendo de civil y manejando el automóvil asignado al alto jefe militar. El Ejército lo tenía en ese destino aun teniendo aprobados los cursos de paracaidismo, ser experto en explosivos y haberse desempeñado como instructor del grupo Halcón 83. Por su parte, el capitán Hugo Ranieri, médico de la unidad, egresado de la Universidad de La Plata, era un individuo extremadamente fuerte, imbuido de espíritu de combate, un cuadro ideal para la ocasión. Cuando se le solicitó designar a dos enfermeros con el objeto de completar la unidad, éste escogió al sargento primero Rogelio Pedrozo y al sargento ayudante Héctor Albornoz, quienes si bien no eran comandos, estaban preparados para afrontar la misión. Necesitado de proveer sus botiquines, echó mano de donde pudo acaparando drogas, medicamentos, cintas adhesivas, vendajes, algodón y todo lo necesario para una campaña de alto riesgo.

Aldo Rico encomendó el lanzamisiles Blow Pipe al teniente Losito pero éste desconocía su uso ya que ese tipo de armas era exclusiva de la Escuela de Infantería. En vista de ello, Brun y Oneto se ofrecieron a dictar un curso acelerado y con la autorización del jefe de la flamante compañía, comenzaron a impartirlo en Campo de Mayo a partir del miércoles siguiente, desde hora temprana. Temiendo que sus hombres no hicieran a tiempo, Rico terminó convocando al teniente primero Carlos Alberto Terrado, instructor de cadetes del Colegio Militar y a tres suboficiales como apuntadores: el sargento Ramón Galarraga, el cabo primero Carlos Delgadillo y el cabo Raúl Valdivieso4.

Como su antecesora, la Compañía de Comandos 602 también recibió armamento moderno. Los efectivos prácticamente se abalanzaron sobre el depósito del Comando de Arsenal cuando el oficial a cargo les franqueó la puerta. Tomaron todo lo necesario para la campaña, fusiles Weatherby 300 Magnum con sus respectivas miras telescópicas, pistolas ametralladoras FM K3 con linterna láser, ametralladoras pesadas MAG, lanzamisiles Blow Pipe, municiones perforantes y radios Thompson.

En la oportunidad, se produjo un altercado con el teniente a cargo, al insistir con la firma del correspondiente formulario 2404, necesario para la entrega del armamento.

-¡Salga de aquí, burócrata de mierda – le gritó el capitán Tomás Fernández fuera de sí- no ve que vamos a la guerra!

Uno de los hombres más compenetrados era el sargento Mario “Perro” Cisneros, severísimo instructor de cursos se comandos, quien se adueñó de una de las ametralladoras pesadas con todos sus componentes.

El bravo suboficial tomó los elementos, armó la MAG en el piso e hizo las primeras prácticas de puntería para comprobar sus condiciones. Se trataba de un individuo alto, fuerte y corpulento, de 26 años, soltero aún, extremadamente identificado con su profesión. Oriundo de Catamarca, estaba dotado de un espíritu de sacrificio que lo hacía un cuadro sumamente eficaz, completamente despreocupado de cualquier peligro. Lamentablemente, jamás volvería de las islas.

Pasados algunos minutos, el capitán Fernández se tranquilizó y dirigiéndose al responsable del depósito, le dijo que no se hiciera problema, pues él se iba a hacer responsable de todo.

Los días fueron pasando con gran despliegue de ejercicios, prácticas especiales, entrenamiento, gimnasia, marchas forzadas, lucha cuerpo a cuerpo y ejercicios de tiro.

El 25 de mayo, mientras en el Atlántico Sur se combatía con extrema violencia, Rico hizo formar a su gente y pronunció palabras alusivas en conmemoración del Día de la Patria. Finalizado el acto, se encaminó al Edificio Libertador para ultimar los detalles, dejando en su lugar a su segundo, el capitán Eduardo Villarruel, un santafecino de 35, años egresado del Liceo Militar “General Manuel Belgrano”.

Una vez de regreso, Rico anunció que en diez días se efectuaría el cruce a Malvinas y por esa razón era necesario extremar las prácticas y alistar el equipo para tenerlo en las mejores condiciones.

El miércoles 26, en horas de la madrugada, llegaron desde Bariloche el equipo y todo el personal, ello gracias a la labor desplegada por el teniente coronel Carlos Abel Balda. Sin embargo, de manera repentina y cuando nadie se lo esperaba, el Alto Mando una nueva directiva; se debían acelerar los preparativos porque la situación en las islas había empeorado y de no efectuar el cruce lo antes posible, la compañía perdería la oportunidad de llegar a la zona de combate.

A las 13.00 horas de aquel mismo día, la 602 llegó a la Base Aérea de El Palomar para abordar el Fokker F-28 que debía llevarlos al sur. A las 09.40, los efectivos asistieron a misa y cincuenta minutos después caminaban hacia la plataforma para subir a la aeronave, provistos de rosarios y escapularios bendecidos, cosa que les dio mucha tranquilidad y confianza.

Los últimos en incorporarse a las filas fueron el teniente Daniel Martínez, el sargento Miguel Ángel Castillo y el teniente Ernesto Espinosa, éste último a minutos escasos minutos de la partida.

Antes de abordar, el coronel Minicucci se despidió de cada uno de los efectivos y Rico pronunció una arenga con la tropa formada frente a personal militar de la base y sus propias familias. Inmediatamente después, comenzaron subir las escalerillas ante el llanto de madres, esposas, novias y hermanos. Era un momento realmente emotivo y sumamente difícil pero los cuadros demostraban tal estado de emoción que no parecían marchar hacia una guerra.

A las 14.30 horas el avión comenzó a rodar, cinco minutos después se ubicó en la cabecera de la pista y tras recibir la autorización de la torre de control, inició el carreteo, elevándose sin problemas para poner proa a Comodoro Rivadavia, centro neurálgico de las operaciones. El resto del equipo, con cuatro efectivos más, partiría horas más tarde en un Hércules C-130.

El F-28 aterrizó a las 18.00 y a poco de estacionar en la plataforma asignada, comenzó a descargar a la tropa. Rico y sus hombres fueron alojados en un galpón cercano al edificio del aeropuerto y mientras los cuadros se deshacían de sus armas y mochilas, les ordenó a sus oficiales que los mantuviese ocupados para evitar el desánimo y la nostalgia. Temía, aunque infundadamente, que la lejanía y el recuerdo de sus seres queridos hicieran mella en ellos.

En tanto la tropa se dedicaba a asear el lugar, Rico se dirigió a las oficinas del comandante del V Cuerpo de Ejército, general Osvaldo Jorge García, acompañado por el capitán Villarruel.

Conversando con el alto oficial, quien había tomado parte importante en el Operativo Rosario, escucharon asombrados palabras que en la mente de Rico dejaron en evidencia el poco conocimiento de los altos oficiales en cuanto al rendimiento de sus medios. García esperaba que la intervención de los comandos revirtiera la comprometida situación de las fuerzas argentinas en las islas y los llevase a la victoria, un absurdo en todo el sentido de la palabra pues esa no era la función de las tropas de élite.

Acto seguido, el general les ofreció un detalle de como se estaban desarrollando los acontecimientos en el teatro de operaciones y después explicó que el objetivo principal de las fuerzas especiales era la pista de aterrizaje que los británicos habían desplegado en San Carlos para operar desde allí.

El clima en Comodoro Rivadavia no era frívolo como el de Buenos Aires pero evidenciaba mucha desorganización. Los cuadros allí apostados demostraban estar sumamente distantes de sus funciones y parecían desconocer lo que acontecía. Creían a los ingleses cercados en San Carlos y a punto de ser arrojados al mar. Incluso se hablaba de una victoria inminente, algo completamente ajeno a la realidad porque el enemigo seguía consolidando sus posiciones e iniciaba su incontenible avance en tanto la “estrategia” argentina mantenía a sus hombres aferrados al terreno.

Los comandos de la 602 continuaron su entrenamiento con extensas caminatas y marchas forzadas. A las 19.30 regresaron al aeropuerto e impartida la orden correspondiente, abordaron el avión Hércules que los llevaría directamente a las islas.

Una vez acomodados dentro la bodega, la máquina comenzó a rodar y a poco de alcanzar la cabecera, despegó, dando máxima a potencia a sus motores.

Además de la tropa, la gigantesca aeronave trasladaba diversos elementos, entre ellos, pertrechos para la Brigada Aerotransportada, una hélice de repuesto para un barco averiado (posiblemente el “Río Cincel”), raciones embaladas por voluntarios civiles en cajas provistas por la Sociedad Rural Argentina y otros elementos.

Despegaron sin inconvenientes directo a Puerto Argentino pero al cabo de cuatro horas, el avión comenzó a experimentar fallas y por tal motivo, el piloto decidió regresar, provocando con ello el consabido fastidio de los comandos.

Se pensó poner rumbo a Río Gallegos porque era el aeropuerto más próximo pero la presencia de una fragata enemiga disuadió al comandante que enfiló hacia la ciudad chubutense, donde aterrizó cerca de las 20.00.

Los comandos fueron alojados en el mismo galpón de la noche anterior. Cuando descendieron del avión hacía mucho frío, el cielo estaba encapotado y soplaba fuerte el viento del sudeste.

Volvieron a partir al mediodía siguiente, en el mismo aparato, un blanco fácil y visible para los cazas enemigos pero que como los Fokker y otras aeronaves de la Fuerza Aérea y la Aviación Naval, venía burlando el bloqueo desde la llegada misma de la fuerza de tareas británica.

La tripulación volaba atenta a los controles, especialmente la gran pantalla del radar, rezando por no detectar ningún eco desconocido. Los comandos, por su parte, se apretujaban en el receptáculo de la carga, sin hablar, cortando el silencio, de tanto en tanto, con alguna palabra o un breve diálogo.

Mientras la gigantesca aeronave se deslizaba por encima del mar, el panel de control comenzó a señalar una nueva falla, indicando la pérdida de líquido hidráulico, cosa que ponía en peligro la maniobra de aterrizaje.

El copiloto informó la novedad al comandante y este decidió regresar. La pesada máquina inició un lento viraje y puso proa al continente al tiempo que su piloto informaba la novedad al pasaje, provocando airadas y sonoras protestas.

Después de un intercambio de palabras se resolvió buscar algún tipo de solución y así fue como se recurrió a uno de los recipientes conteniendo el preciado líquido, sujeto sobre unos paneles. Se debía volcar su contenido en el conducto a medida que se vaciaba, tarea para la cual fue elegido el teniente Fernández Funes, a quien se proveyó de auriculares. El oficial debía volcar el fluido cuando se lo desde la cabina.

El característico poder de improvisación de los argentinos dio excelentes resultados ya que la primera prueba mostró efectos positivos. Y para alivio de Rico y su gente, el avión volvió a arrumbar en dirección a las islas tranquilizando notablemente los ánimos.

El jefe de los comandos fue invitado a visitar la cabina por el comandante, cosa que aquel aceptó de buena gana. El jefe de la Compañía se puso de pie y se dirigió hacia adelante, caminando por entre sus hombres. Grande fue su sorpresa al notar lo bajo que estaban volando.

-¡¿Qué es esto –preguntó sobresaltado–, un avión o una lancha?!

Era un viaje lleno de expectativas; la tripulación se hallaba en permanente estado de alerta, atenta a la pantalla del radar y efectuando observaciones con sus largavistas mientras los pasajeros en la bodega, rogaban para que nada entorpeciese su arribo.

A las Malvinas no pudieron verlas bien porque al aparecer en el horizonte era prácticamente de noche pero la emoción embargó a todos cuando el piloto les informó que iniciaban el descenso. Aterrizaron a las 18.00 y ni bien la compuerta trasera se abrió, los hombres procedieron a descargar el equipo lo más rápidamente posible ya que el gigantesco transporte solo permanecería en el lugar unos quince minutos, con sus motores en funcionamiento y luego partiría de regreso, llevando consigo al personal evacuado.

Allí tuvieron su primer contacto con la realidad ya que mientras descargaban el material, los camilleros llegaron corriendo transportando a los heridos, algunos de ellos graves, a quienes acomodaron dentro del avión con la ayuda de los tripulantes.

Cuando el Hércules despegó, un pesado silencio invadió el lugar. La vista de los cráteres producidos por la aviación enemiga y los Pucará destruidos junto a la pista no hicieron más que aumentar la extraña sensación de que habían llegado a la guerra.

Las imágenes, por más duras, no mitigaron, la emoción de los recién llegados.

Al descender del avión, el teniente primero Rubén Márquez besó el suelo; Losito, por su parte, sintió una extraña impresión, como si el general San Martín, a quien tanto admiraba, estuviese a punto de aparecer para impartir directivas. Los demás vivieron sus propias emociones, de acuerdo a sus temperamentos y estados de ánimo.

Sin embargo, casi enseguida, las palabras de un oficial de la Fuerza Aérea volvió a todos en sí:

-Nos están dando con todo. Aquí vivimos en alerta permanente, corriendo a refugiarnos a los pozos llenos de agua. Al parecer, el aeropuerto es el objetivo principal. Los ingleses en San Carlos hacen lo que quieren porque nos resulta imposible llegar hasta allá. Carecemos de medios para ello.

-¿Y si vamos caminando? – preguntó el teniente Daniel Martínez.

-Esperá a conocer el terreno y vas a ver. No solo te hundís en él sino que además… las Malvinas son muy grandes.

Cuando el avión que los trajo desapareció en el horizonte, llegó hasta el lugar una columna de camiones que fue virtualmente abordada por los comandos quienes, a esa altura, se habían quitado las boinas reemplazándolas por sus cascos de acero con el objeto de engañar a posibles espías e infiltrados.

Al abandonar el aeropuerto, vieron grupos de soldados haciéndoles gestos. En un primer momento creyeron que se trataba de saludos pero enseguida comprendieron que les pedían alimentos. Fue una sensación desagradable, pues demostraba ausencia de disciplina y graves problemas de logística. Si las tropas apostadas en la capital estaban mal alimentadas, cuánto peor lo estarían las de los puestos adelantados. Otra sorpresa fue ver las calles de la ciudad iluminadas, hecho que facilitaba el reglaje del bombardeo naval enemigo.

La situación era extremadamente grave y dejaba al descubierto una terrible realidad: los mandos argentinos tanto en las islas como en el continente eran totalmente ineficaces. ¿Cómo era posible semejante negligencia?

En el gimnasio contiguo a la iglesia católica tuvo lugar el encuentro entre los efectivos de las compañías 601 y 602. Hubo abrazos, gritos y mucha algarabía porque compañeros de muchos años se reencontraban en la zona de combate, listos para entrar en acción.

Una vez acomodados sus equipos, los veteranos de la 601 relataron a los recién llegado sus experiencias y les informaron que esa noche iba a dar comienzo una gran batalla en el istmo de Darwin, cosa que Rico y sus hombres ignoraban por completo.

Allí estaba el capitán Jándula junto a los suboficiales que lo habían acompañado al monte Simmons, sucios y desalineados, prueba de su reciente incursión en el frente de batalla. El relato de su experiencia impresionó a Rico y su gente.

Después de racionar y conversar sobre diversos temas, todos relacionados con el conflicto, los comandos desplegaron las bolsas de dormir y se dispusieron a pasar la noche, dejando apostada una guardia rotativa con turnos de una hora.

Para comprender la mentalidad de los generales que tenían a cargo la conducción de la guerra vale la pena detenerse en un hecho puntual.

Poco antes de racionar, Castagneto y Rico se encaminaron a las oficinas del general Menéndez para informar la llegada de la CC602 y solicitar instrucciones.

El gobernador militar los recibió con su característica cortesía, lo mismo el mayor Doglioli, que se hallaba junto a él. Tras las salutaciones, una vez impuesto de la situación, el jefe de los comandos no tardó en comprender que a esa altura y tal como se estaban dando las cosas, un triunfo argentino era una utopía, pero se cuidó de hacer conocer esa opinión. Inmediatamente después, Menéndez los envió a ver a su par, el general Parada con la expresa indicación de ponerse a sus órdenes y recibir las primeras instrucciones, tal como lo había hecho en su momento con la Compañía de Comandos 601.

Cuando Rico llegó al puesto de mando, abrió la puerta, ingresó y después de hacer el saludo correspondiente se presentó con nombre y grado, informando que se encontraba allí enviado por el general Menéndez para ponerse a disposición.

Entonces sucedió lo impensado. Parada lo miró con gesto huraño y de muy mala manera, le ordenó retirarse inmediatamente agregando que si él quería ver a alguien lo hacía llamar.

Desconcertado y molesto, Rico salió al exterior preguntándose, seguramente, si aquello era real o se trataba de un sueño.

Durante la entrevista con Parada, el jefe de la 602 manifestó algunas de sus inquietudes, la principal, las falsas expectativas que había percibido en el Alto Mando, durante su estancia en Comodoro Rivadavia, respecto al desempeño de los comandos, lo que se esperaba de ellos y algunos puntos de vista con respecto a las tácticas a emplear. Para su desconsuelo, su superior parecía pensar de la misma manera.

La Compañía de Comandos 602 tuvo su bautismo de fuego esa misma noche cuando sumida en profundo sueño, una fuerte explosión sacudió al edificio del gimnasio. Trozos de la mampostería y pedazos de cielo raso cayeron sobre ellos mientras los resplandores de nuevos estallidos iluminaban tétricamente el interior del edificio. El cañoneo inglés había comenzado más cerca de lo habitual y constituyó la bienvenida adecuada para los aguerridos hombres de Rico.

Los comandos se incorporaron velozmente, tomaron sus armas con la evidente intención de salir al exterior, pero sus compañeros de la 601 los contuvieron.

-¡Tranquilos. No pasa nada. Permanezca todo el mundo en su lugar! – ordenó con voz potente un jefe de sección.

Los soldados intentaron recuperar la calma mientras los hombres de Castagneto, guiándose por el sonido, indicaban a los recién llegados donde iba a caer cada proyectil, demostrando con cierto orgullo, su bien ganada veteranía.

De todas maneras la situación revestía peligro ya que el gimnasio era un verdadero polvorín, pero como no se podía hacer nada al respecto, algunos hombres matizaron el momento haciendo bromas.

-Hay dos cosas que me molestan en esta vida –dijo el sargento Brun– los mosquitos y el cañoneo naval inglés – chiste que fue sonoramente festejado.

Al cabo de unas horas, los disparos cesaron y los efectivos se dispusieron a dormir un poco más. El ataque había sido el más cercano a la población desde el inicio de la guerra.


La tarde del 28 de mayo partió desde Comodoro Rivadavia el segundo escalón de la CC602 al mando del capitán Francisco P. de la Serna y el teniente primero Enrique Stel. Lo conformaban cuatro hombres (dos oficiales y dos suboficiales) con sus correspondientes municiones y armamento.

Llegaron a Puerto Argentino en horas de la noche y de manera inmediata procedieron a la descarga. Según relata Ruiz Moreno, los conscriptos rompieron varias cajas en busca de alimentos.

Minutos antes había llegado otro avión transportando a los 65 efectivos del Escuadrón “Alacrán”, las fuerzas especiales de la Gendarmería Nacional, al mando de su jefe, el comandante José Spadaro. Venían a reforzar las compañías 601 y 602 y tendrían una acción destacada durante el conflicto.

Por la mañana, Rico y su gente se dedicaron a recorrer Puerto Argentino y sus alrededores con la idea de familiarizarse con el terreno y el clima de las islas.

Bajo la helada llovizna y una temperatura cercana a los 8 grados bajo cero, probaron el armamento efectuando disparos contra la costa opuesta y una boya que flotaba frente a la rada, a la que finalmente lograron hundir. Inmediatamente después hicieron ejercicios de marcha y trote en dirección al aeropuerto y una vez de regreso, recibieron la primera y última orden del general Parada pues, a partir de ese momento, pasaban a depender del general Oscar Jofre, comandante de la X Brigada y virtual máxima autoridad del archipiélago.

La aludida directiva consistía en enviar una sección de la Compañía a las cimas del monte Simmons para instalar allí una emboscada con Blow Pipes, destinada a neutralizar el corredor aéreo y favorecer un ataque a San Carlos.

Estudiando la posición y viendo que el mencionado cerro constituía un punto aislado a unos 40 kilómetros al oeste de la línea defensiva, Rico explicó que un ataque argentino a San Carlos carecía de sentido y por esa razón, todo el esfuerzo debía concentrarse en la defensa de la capital.

Aquello enfureció a Parada, que a los gritos recriminó a su subalterno, acusándolo de hablar sin fundamento El alto oficial descartaba un ataque desde esa dirección porque, como Menéndez y Jofre, estaba convencido que el mismo llegaría desde el sudeste, por vía marítima. Como Rico volvió a insistir, Parada se levantó de su silla y sin dejar de gritar le dijo:

-¡Pero que sabe usted, si apenas tiene dos días en las islas!

El jefe de la 602 no volvió a insistir; solo se limitó a saludar, dio media vuelta y se retiró dispuesto a cumplir la orden.

La patrulla debía efectuar tareas de observación y pasar la información por radio, dos veces por día. Rico sabía que apenas tres hombres bastaban para aquella tarea pero, dado el clima imperante en el comando de la III Brigada, prefirió no dar a conocer su opinión. Una vez de regreso en el gimnasio seleccionó a la gente que debía tomar parte en la misión y después del almuerzo les ordenó preparar sus equipos informando además, que a partir de ese momento, la unidad se subordinaba al general Jofre.

Los hombres designados por Rico, el capitán José A. Vercesi y los tenientes primeros Brun y Losito, quienes debían presentarse en el puesto de mando de la X Brigada en el Town Hall, para recibir directivas. Los recibió un oficial de Inteligencia que los hizo pasar y los condujo hasta una mesa sobre la que distinguieron una carta topográfica.

El oficial en cuestión, teniente coronel a cargo, parecía un hombre de carácter liviano, en apariencia ignorante de la situación real. Una vez sobre la carta, procedió a explicar que se carecía de información precisa sobre la ubicación exacta de los efectivos enemigos. Solo se suponía el lugar donde se encontraba y al así decirlo, señaló con su mano la parte norte de la Isla Soledad, desde Cabo Alto al istmo de Darwin y desde Puerto San Carlos hasta el monte Kent. Eso dejó pasmados a los comandos; se les había dicho que los británicos sólo dominaban San Carlos y que se hallaban inmovilizados allí.

Vercesi, Brun y Losito coincidieron en sus pensamientos: ¿qué ocurrió con la información obtenida por Negretti sobre el constante tráfico de helicópteros en cercanías del monte Simmons? Era evidente que no se la había tomado en cuenta o que ese oficial la ignoraba pero… ¿y Prado del Ganso?,… ¿no se estaba combatiendo ahí en esos momentos?

Realmente el alto mando argentino vivía una irrealidad absoluta; prueba de ello fueron las palabras del coronel Jorge Félix Aguiar, segundo jefe de la X Brigada, cuando le dijo al teniente primero Losito:

-Tenga la plena seguridad de que vamos a obtener una gran victoria.

Los comandos recibieron sus órdenes en un trozo de papel junto a un rollo con la cartografía británica e inmediatamente después fueron despachados. Se les indicaba hostilizar el corredor aéreo con lanzamisiles Blow Pipe y efectuar exploración en el monte Simmons, otra prueba de que las autoridades no tenían la más mínima idea de los peligros a lo que exponía a sus hombres o peor aún, no le importaba en absoluto.

Vercesi y sus acompañantes regresaron al gimnasio y se abocaron a la tarea de estudiar la forma de encarar la misión. Al entrar, vieron con alivio que el segundo escalón logístico de la Compañía al mando del capitán De la Serna, se hallaba en el lugar y eso fue motivo de abrazos y efusivas demostraciones de afecto.

El 29 de mayo por la mañana, mientras en Prado del Ganso y Puerto Darwin se seguía combatiendo, la sección del capitán Vercesi esperaba a su jefe, formada frente al edificio del gimnasio. Para ese momento, ya se le había asignado la función a desempeñar. El teniente primero Luis Alberto Brun, haría las veces de navegante, el teniente Ernesto Emilio Espinosa, las de tirador especial y por esa razón fue provisto de una Mágnum con mira telescópica; el teniente primero Juan José “Pepe” Gatti, operaría la radio; el cabo primero Carlos B. Delgadillo, sería el encargado de los misiles y el cabo Raúl Roberto Valdivieso tendría a su cargo las tareas de asistente. A último momento, el mayor Castagneto decidió sumar al sargento primero Juan Carlos Helguero, por conocer bien el monte y ser un hombre con experiencia en campañas antárticas.

Los efectivos de la 601 se levantaron temprano para despedir a sus compañeros y darles algunas indicaciones, entre ellas, no sobrecargarse de peso porque iban a moverse constantemente.

Cuando Aldo Rico pasó revista a la formación notó que debido a los nervios, el cabo Valdivieso había olvidado el Blow Pipe. Al hacérselo notar, el suboficial salió corriendo a buscarlo, regresando dos minutos después, justo cuando su jefe pronunciaba la arenga.

Dijo Rico, entre otras cosas, que partían en misión de exploración y por esa razón, los esperaba para emprender acciones conjuntas tras las líneas enemigas. Y finalmente agregó:

-¡No olviden que el lugar más caliente para que el soldado de la Compañía 602 tenga sus pies es el vientre de un inglés!

Luciendo sus trajes de camuflaje, sus gorras de lana y sus manos enguantadas, los comandos treparon a la parte posterior del camión Unimog 416 que aguardaba estacionado sobre el asfalto y partieron hacia Moody Brook.

Sus compañeros los despidieron con los brazos en alto y lanzando vivas, ignorando que no volverían a ver a ninguno hasta finalizada la contienda.


A poco de la partida, Castagneto y Rico decidieron planificar una misión propia de comandos consistente en el establecimiento de avanzadas en territorio enemigo, a efectos de entorpecer sus operaciones y combatirlo desde la retaguardia.

Estuvieron de acuerdo en ocupar las alturas circundantes, colocando una patrulla en la cima de uno de los cerros para formar un arco con los montes Estancia, Kent y Bluff Cobe Peack, sin descuidar las alturas de Enriqueta (Monte Harriet), Wall y Dos Hermanas.

De acuerdo a lo planificado, las avanzadas debían permanecer en esos puntos, dejarse sobrepasar por el enemigo e inmediatamente después, atacarlo por la espalda en lo que iba a ser la primera contraofensiva argentina desde el desembarco británico en San Carlos. De ese modo se lograría dificultar su avance y se lo obligaría a distraer unidades para contrarrestar su accionar.

En este punto ocurrió un hecho que enaltece aun más la figura del mayor Castagneto.

Como las compañías 601 y 602 se hallaban disminuidas5, el jefe de la primera se subordinó a Rico, por ser más antiguo en el rango.

Esto deja en claro que entre los comandos no solo había voluntad y valentía sino también inteligencia pues, de esa manera, se evitarían los roces y competencias que solo perjudicarían y entorpecerían el desarrollo de las operaciones.

Rico jamás ejerció autoridad sobre Castagneto (el jefe de la 601 tenía mayor experiencia en el teatro de guerra) y siempre decidieron las cosas entre ambos, como lo que eran: caballeros y soldados profesionales.

A poco de la partida de Vercesi, Rico y Castagneto se encaminaron al despacho del general Américo Daher, jefe del Estado Mayor de Menéndez, para exponerle el plan que acababan de pergeñar6.

Daher era un hombre mucho más accesible que Jofre y el desagradable Parada. El plan le pareció viable, estuvo de acuerdo y lo aprobó de inmediato. Los comandos abandonaron el lugar extremadamente satisfechos y se dirigieron presurosamente al gimnasio a efectos de acelerar la partida.

Decidieron entre ambos, que las dos compañías marcharían en dos etapas, llevando un poco más de la mitad de los efectivos a su mando.

Hacia el noroeste lo haría una sección al mando del teniente Alejandro Brizuela, de la 601, con la misión de alcanzar las cimas del monte Estancia para establecer allí un nuevo PO (puesto de observación); por el sur, más precisamente hacia el monte Kent, lo haría una sección de la Compañía 602 al mando del capitán Andrés Ferrero y delante de aquella, dos de la misma unidad (CC602) a las órdenes de los capitanes Eduardo Villarruel y Tomás Fernández respectivamente, quienes tomarían posiciones en las alturas que dominaban Bahía Agradable, dejando detrás las elevaciones Wall, Enriqueta, Longdon y Dos Hermanas, defendidas por diferentes regimientos de infantería.

El 29 de mayo por la noche, perdido el istmo de Darwin, despegaron de Moody Brook (suerte de plataforma de lanzamiento de las fuerzas especiales argentinas) dos helicópteros con las secciones de avanzada de ambas compañías a quienes seguirían, al día siguiente, el Escuadrón “Alacrán” de la Gendarmería Nacional.

Inmediatamente después, el mayor Rico recibió la orden de presentarse en el despacho del general Jofre. Hacia allí se dirigió sin imaginar lo que le esperaba.

Ni bien llegó se hizo anunciar y una vez adentro, vio que junto al jefe de la X Brigada, se encontraba el mismo gobernador militar.

Fue este último el que comenzó a hablar preguntando quien había impartido la orden de poner en marcha la operación. Rico explicó que la había ideado con el mayor Castagneto y que el general Daher había dado su autorización. Pero a mitad de su explicación fue interrumpido bruscamente por el general Jofre:

-¡Entonces usted debió haber esperado la orden!

-La orden ya fue dada, mi general –respondió Rico indignado- y la operación ya está en marcha.

Jofre increpó duramente al jefe de la Compañía 602 en tanto Menéndez permanecía a su lado, callado.

Por su parte, Castagneto también vivía situaciones desagradables. Preocupado por la suerte de sus hombres, se disponía a abordar un helicóptero para ir en busca de la sección de García Pinasco cuando el capitán Jorge Svendsen, piloto del Puma en el cual debía trasladarse, le informó que su superior, el ya mencionado teniente coronel Reveand, había dispuesto, una vez más, el inmediato regreso de las aeronaves una vez depositados los comandos en sus puntos de destino. Era una orden absurda, sin ninguna duda, porque si iban a buscar gente, lo lógico era que las aeronaves esperasen a los efectivos y los trajesen de regreso a la capital.

Castagneto abordó hecho una furia, en primer lugar por lo absurdo de la orden y por haberse visto obligado a dejar su mochila en tierra a causa del exceso de peso. Una vez dentro del aparato, este se elevó, seguido por el Bell UH-1H del teniente primero Horacio Sánchez Mariño y partieron ambos hacia el oeste, volando a baja altura y gran velocidad.

La sección del capitán Tomás Fernández fue depositada en Bluff Cove Peak. Veinte kilómetros más adelante sobrevolaron monte Simmons, donde los hombres del capitán Vercesi se encontraban apostados desde la mañana. Ni bien lo sobrepasaron, viraron hacia el norte y se elevaron unos metros para seguir directamente a Big Mountain donde la sección de García Pinasco se preparaba a pasar otra terrible noche a la intemperie.


Siguiendo su costumbre, el capitán Negretti volvió a encender el equipo de radio y comenzó a emitir.

Debido a los infructuosos intentos anteriores, tenía pocas esperanzas de establecer contacto pero cuando menos se lo esperaba, “enganchó” a uno de los helicópteros que se acercaban y después de corroborar que se trataba de fuerzas propias indicó su posición, solicitando ser evacuado. La respuesta no se hizo esperar; una voz, a través de la radio, le informó que se encontraban a menos de 10 kilómetros del cerro y en diez minutos estarían en el lugar.

Movido por la emoción, el capitán se acercó a sus compañeros y les comunicó la novedad y mientras lo hacía, comenzó a llegar hasta ellos el familiar eco de los rotores. Minutos después, las aeronaves aterrizaban en un cañadón hacia donde los hombres de García Pinasco se lanzaron a la carrera pues existía la posibilidad de que los ingleses hubiesen detectado las emisiones de Negretti.

El Bell y el Puma levantaron vuelo justo cuando se abatía una tormenta de nieve y granizo que en cierta medida les vino bien porque los puso a cubierto del enemigo. Viraron rumbo al este y se alejaron volando muy bajo, con las luces apagadas, aun a riesgo de estrellarse contra alguno de los cerros.

El momento más angustiante se vivió cuando atravesaban monte Kent, en cuya cima los fogonazos de las trazadoras daban cuenta que la Compañía de Comandos 602 al mando del capitán Andrés Ferrero, se hallaba empeñada en combate.

Preocupados por la suerte de sus camaradas, tripulantes y tropas divisaron a lo lejos las primeras luces de Puerto Argentino. Eso generó algo de alivio porque significaba la salvación, o al menos así lo creían pues repentinamente, a 10 kilómetros de la ciudad, apareció frente a ellos un Sea King enemigo que en ese momento encendió las luces y les disparó.

El misil pasó muy cerca del Bell, sin alcanzar a impactarlo. Las hábiles maniobras de Sánchez Mariño salvaron a su gente de una muerte segura. El proyectil siguió de largo y el helicóptero argentino salió indemne, aunque en uno de los virajes perdió su ametralladora MAG, la cual se desprendió y cayó pesadamente al vacío.

Por fortuna los británicos se alejaron y eso les permitió seguir hasta el campo de fútbol contiguo a Moody Brook, donde se posaron suavemente.

La felicidad de encontrarse a salvo después de semejante experiencia, se vio opacada por la incertidumbre que les generaba la suerte de sus compañeros, quienes en esos momentos combatían en monte Kent.

De todas maneras nada se podía hacer, excepto esperar.








Notas
1 Isidoro Ruiz Moreno, op. cit. La mayor parte de los datos referentes a los comandos han sido extraídos de su obra Comandos en Acción. El Ejército en Malvinas y Peter Way (compilador), The Falklands War: A Day-by-day Account from Invasion to Victory, Marshall Cavendish, Londres, 1983. En la Argentina, La Guerra de las Malvinas, Ediciones Fernández Reguera, Buenos Aires, 1984-1987, fascículos coleccionables, así como su versión argentina.
2 El mayor imperio de la antigüedad fue el romano, que también fue el más duradero pues si se toma al imperio bizantino como su prolongación (imperio romano de oriente), abarcó cerca de 2000 años, período comprendido entre el establecimiento de la República y la caída de Constantinopla. En la Edad Media los mongoles forjaron un imperio que abarcó el 90% del continente asiático y buena parte de la Europa del este. Su expansión comenzó tras la unificación de Mongolia Gengis Khan quien reinó entre 1206 y 1227 y conquistó buena parte de China, Quaresem, Persia, Afganistán y Asia Central. Sucedido por su hijo Ogedei, alcanzó su apogeo durante el reinado de su nieto Kubilai Khan y se prolongó hasta unos años después de su muerte, acaecida en 1294. En 1370 se produjo una suerte de resurgimiento, de la mano de Támerlan, un supuesto descendiente de Gengis Khan nacido en Kesh (actual Shahrizabz), Uzbekistán. El soberano estableció su capital en la cercana Samarkanda y desde allí gobernó con mano de hierro.
Bajo el reinado de los Reyes Católicos, los españoles dieron forma a un vasto imperio que se extendería por los cinco continentes y alcanzaría su apogeo en 1581 cuando Felipe II, hijo y sucesor de Carlos I, anexó Portugal y todas sus colonias. Su decadencia se iniciará bajo el reinado de los Austrias menores y los Borbones, finalizando en 1899, tras su derrota frente a los Estados Unidos, donde se perdieron las últimas posesiones ultramarinas.
3 En febrero de 1978 fue constituido a instancias de la Junta Militar, el grupo de elite Halcón 8, unidad de comandos del Ejército Argentino cuyo objetivo principal era impedir y/o contener acciones subversivas previstas por el Servicio de Inteligencia (SIDE) durante el Campeonato Mundial de Fútbol que se desarrolló en el mes de junio de ese año. Se trataba de una fuerza de adiestramiento especial a cargo del entonces mayor Mohamed Alí Seineldín, especializada en acciones en el ámbito urbano y destinada a priorizar la prevención. Su primera sede fue la Escuela de Infantería de Campo de Mayo, donde también se hallaba alojada la Compañía de Comandos 601 que ya había combatido en Tucumán. Por sugerencia de Seineldín, fue autorizado su emblema de comando pero con fondo azul.
4 La sección Blow Pipe no participaría en las acciones porque iba a ser empleada solamente en emboscadas antiaéreas en los alrededores de Puerto Argentino.
5 La CC601 tenía una sección operando en Puerto Howard y la otra en los alrededores de San Carlos.
6 Asistían al alto oficial los coroneles Francisco Machinandiarena, Francisco Cervo e Isidro Cáceres.


Fuente: Malvinas. Guerra en el Atlántico Sur
Autor: Alberto N. Manfredi (h)

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