• Operación Gibraltar


    La madrugada del 1 de noviembre de 1974 dos automóviles que circulaban con sus luces apagadas se detuvieron muy cerca de la guardería Sandymar, sobre el arroyo Rosquete

Publicado el 13 Septiembre 2021  por


La madrugada del 1 de noviembre de 1974 dos automóviles que circulaban con sus luces apagadas se detuvieron muy cerca de la guardería Sandymar, sobre el arroyo Rosquete, contiguo al río Luján, en la norteña localidad de Tigre. Se trataba de un Dodge Polara azul metalizado y un Torino 380 naranja, con techo vinílico negro, en los que viajaban cinco individuos, todos ellos integrantes de los Grupos Especiales de Combate (GEC) de la organización subversiva Montoneros, que desde 1970 hacía la guerra al gobierno nacional.

Lo integraban Horacio Mendizábal, jefe del grupo, Roberto Cirilo “Nacho” Perdía, Norberto “Beto” Ahumada y dos expertos en buceo, el “Gordo” Alfredito y “Pipo”, comandos anfibios de la agrupación.

Los terroristas se disponían a asestar un golpe demoledor en el marco de la guerra que habían reiniciado tras su regreso a la clandestinidad. Perón había fallecido en el mes de julio, luego de desatar una feroz ofensiva en su contra y bajo el mandato de su viuda la misma recrudecía con mayor violencia. El objetivo era el comisario Alberto Villar, uno de los creadores de la temible Triple A, agrupación parapolicial de extrema derecha organizada por el todopoderoso ministro de Bienestar Social José López Rega a instancias de Perón, para combatir a las agrupaciones insurgentes. Villar, escogido personalmente por el líder, se había tornado una figura emblemática y su eliminación constituiría un mensaje contundente para el gobierno y una prueba de la capacidad militar de la agrupación.

Los fines de semana, por lo general los viernes o sábados por la mañana, el máximo jefe de la Policía Federal tenía por costumbre dirigirse a la localidad de Tigre, en compañía de su esposa, para abordar su lancha y efectuar largos paseos de fin de semana. La idea era instalar un dispositivo mecánico en la embarcación y volarlo durante la travesía.

La operación, ideada y planificada por Rodolfo “Moncho” Vázquez Conforti, se puso en marcha de manera inmediata. Los integrantes del escuadrón descendieron con sus Itakas listas para disparar y al amparo de la obscuridad, esperaron que los buzos se colocasen los trajes de neoprene, las patas de rana, los tanques de oxígeno y las máscaras. Ni bien terminaron, los ayudaron a colocarse sobre sus espaldas los 10 kilos de trotyl con los que pensaban concretar el atentado y se quedaron observándolos mientras los veían alejarse hacia la orilla.

Alfredito y Pipo fueron muy prudentes. Se introdujeron en las aguas muy lentamente, sin hacer ruido y después de sumergirse, comenzaron a nadar hasta el muelle de la guardería donde se hallaba amarrada la “Marina”, lancha de 10 metros de eslora, propiedad Villar.

Caía una persistente llovizna cuando los buzos se perdieron de vista y los tres subversivos restantes se introdujeron en los autos. Esperaban a dos combatientes más, el “Pelado” Giménez y su esposa, Mirta “La Negra” Barrutti, estudiante de Filosofía y Letras de la UBA, quienes a esa altura, debían haberse hecho presentes para prestar apoyo.

A la 01.00, los comandos alcanzaron la embarcación. Una vez allí, se quitaron las cargas explosivas que arrastraban y las colocaron cuidadosamente bajo del asiento del conductor, emprendiendo inmediatamente después el regreso, de la misma forma sigilosa como habían llegado.

Una vez en el punto de partida, emergieron de las aguas y se acercaron a los vehículos donde sus compañeros, con las Itakas sobre las rodillas, bebían café. Se quitaron los trajes de buceo, los cuales arrojaron dentro de baúl del Dodge, se colocaron su indumentaria diaria y se repartieron entre los dos automóviles para echarse a dormitar en espera de la mañana.


Pese a la tormenta de la noche anterior, el día amaneció despejado, con un sol magnífico y sin ninguna nube a la vista. El comisario Villar y su esposa, Elsa María Pérez, cerraron con llave la puerta de su departamento en la Capital Federal y bajaron a la calle para dirigirse al Tigre.

Antes de subir a su automóvil saludaron con amabilidad a su chofer, un agente de policía de apellido Ponce que aguardaba sentado al volante, listo para partir. Estacionados cerca, dos Ford Falcon verdes, cada uno con cuatro integrantes de la custodia esperaban también, fuertemente armados, vestidos de saco y corbata y con gafas obscuras cubriendo sus ojos.

Eran las 09.45 cuando la comitiva se puso en marcha. Uno de los Falcon se ubicó delante del vehículo y el segundo detrás, a modo de retaguardia tomando así la Av. Libertador, en dirección a la provincia. Estuvieron en el Tigre en menos de una hora, dado el escaso tránsito de aquella soleada mañana de viernes. Cruzaron el Canal San Fernando (donde entre fines del siglo XIX y hasta mediados del XX funcionó el Dique Seco de Carena) y tomando por la avenida Cazón que corre paralela al río Luján, doblaron por Luis Pereyra y siguieron hasta el muelle de la guardería, debiendo sortear previamente unos 200 metros de tierra, con la vista de los Astilleros Astarsa y su febril actividad algo distante en dirección sur.

Ponce apagó el motor y el comisario descendió acompañado por su esposa, lo mismo los miembros de la custodia que viajaban en los otros automóviles a excepción de los choferes, quienes permanecieron en sus asientos con los motores en marcha. Ponce ayudó a la señora de Villar a cargar sus bolsos mientras los custodios se desplegaban para cubrir la zona.

Acompañados por dos de ellos y el chofer, los Villar recorrieron el muelle y llegaron hasta la lancha, donde ayudados por Ponce, depositaron sus pertenencias.

Después de quitar las amarras y tras las salutaciones de rigor, el comisario encendió el motor y la embarcación comenzó a alejarse, adentrándose lentamente en el río. Nadie imaginaba lo que estaba por ocurrir.

Ponce y los miembros de la custodia regresaban a los automóviles cuando una tremenda explosión hizo temblar el lugar. Aturdidos y conmocionados, giraron sus cabezas y lo que vieron los hizo estremecer.

La “Marina” se hundía consumida por las llamas, mientras desprendía una densa columna de humo.

Los pocos lugareños que se encontraban en la zona corrieron hasta la orilla para ver lo sucedido en tanto uno de ello, algo entrado en años, abordaba un pequeño botecito y remaba con fuerza en dirección al siniestro, vano intento por socorrer a las víctimas.

Envuelta por el fuego, la lancha desapareció bajo las aguas dejando algunos restos flotando en la superficie.

El cuerpo de la señora de Villar voló hasta la otra orilla y ahí quedó tendido, sin vida, en tanto el de su marido yacía esparcido por todas partes, espantosamente mutilado.

Corroborado el éxito de la operación, los terroristas huyeron, dejando tras de sí dos nuevas víctimas y una nación conmocionada. Acababan de dar muerte a una de las figuras más emblemáticas de la guerra antisubversiva.


Menos de un año después, la noche del 22 de agosto de 1975, dos vehículos que circulaban en la obscuridad se detuvieron junto a la orilla, a escasos metros de los Astilleros Navales de Río Santiago, próximos a La Plata. Una vez allí, apagaron sus motores y aguardaron unos minutos en el más completo silencio.

En los grandes talleres navales, escenario de cruentos enfrentamientos durante la Revolución de 1955, la la Armada Argentina construía el destructor tipo 42 “Santísima Trinidad”, gemelo del ARA “Hércules” y del HMS “Sheffield”, con el que pensaba reforzar su flota.

Las luces de los galpones destacaban a lo lejos cuando los ocupantes de los rodados, integrantes todos de Montoneros, descendieron y se encaminaron a los baúles mientras sus compañeros, fuertemente armado, montaban guardia.

Los terroristas extrajeron algunos elementos y cerca de las 21.00 cuatro de ellos embarcaron en un bote inflable y comenzaron a remar hacia el objetivo. Los dos restantes quedaron en tierra, haciendo las veces de enlaces, provistos de un aparato de radio y un micrófono.

El “Santísima Trinidad” era la misma embarcación que seis años después tomaría parte en la Operación Rosario junto al mencionado “Hércules” y otras unidades de la flota de mar. Tenía 125 metros de eslora, 14,3 de manga y 5,8 de calado y estaba montado sobre pilotes en uno de los diques del astillero.

Cuarenta y cinco minutos después, el bote llegó a un descampado que los subversivos habían escogido como punto de partida de la misión, ubicado a 700 metros del objetivo y sus ocupantes echaron pie a tierra al tiempo que su jefe, el "Gordo" Alfredito, impartía una serie de indicaciones.

Tres de los hombres, Alfredito entre ellos, se colocaron los trajes de hombre-rana y en el más absoluto silencio, se introdujeron en el agua llevando consigo varias cargas explosivas. El cuarto quedó en tierra, a cargo del bote y las pertenencias de los buzos.

Cuando pasaban junto a la usina del astillero, los comandos subversivos comprobaron que una de las minas que pensaban colocar en la parte inferior del buque se empezaba a hundir debido a una falla en su válvula. Eso los obligó a detenerse para intentar reflotarla pero pese a trabajar durante una hora, no lo lograron porque el artefacto de 150 kilogramos de peso no era fácil de manipular. Decidieron abandonarlo a 5 metros de profundidad, sin quitarle el seguro porque la luz de alerta estaba encendida, y de ese modo siguieron adelante.

Al llegar al muelle donde se hallaba montado el destructor, los buzos se introdujeron entre los pilotes y nadando cautelosamente llegaron a un punto en el cual se sumergieron. Se desplazaron un trecho más y a los pocos minutos alcanzaron su casco, a la altura de lo que suponían era la Sala de Máquinas. Emergieron un momento para ver si estaban en posición y enseguida volvieron a sumergirse buscando unas salientes donde amarrar los explosivos.

La inspección arrojó resultados negativos. Las salientes no existían y por consiguiente, era imposible sujetar las minas. Por esa razón, volvieron a emerger y tras intercambiar unas palabras en voz baja, Alfredito decidió sujetarlas en los pilones, a la altura de la Sala de Máquinas, casi tocando el casco, lo que de seguro iba a provocar daños severos.

Volvieron a sumergirse y a dos metros por debajo de la línea de flotación, ataron las cargas, desenroscaron  los seguros e inmediatamente después, iniciaron el escape.

Las minas estallaron con inusitada violencia, provocando graves daños en la estructura del buque, especialmente en sus ejes y cunas, además de aunque no su destrucción. La embarcación se hundió parcialmente y allí quedó apoyada en el lecho, hasta su reflotamiento, un mes después.

La operación resultó un éxito y sirvió para demostrar que los Montoneros eran una organización poderosa, capaz de emprender operaciones de envergadura y que disponía de los medios necesarios para desestabilizar al gobierno.

Ese día, la agrupación terrorista, verdadero ejército irregular, conmemoraba el renunciamiento de Evita a la vicepresidencia de la Nación en 1951 y la masacre de Trelew acaecida en 1972, cuando 16 militantes de organizaciones subversivas peronistas y de izquierda fueron fusilados en la prisión de la Base Aeronaval Almirante Zar, próxima a la mencionada ciudad patagónica, después de un espectacular intento de fuga.


El 22 de abril de 1982, a veinte días de haber estallado el conflicto del Atlántico Sur, el almirante Jorge Isaac Anaya convocó en su despacho del Edificio Libertad, el imponente coloso blanco que la Armada Argentina posee como sede en Puerto Nuevo (Retiro), al titular del Servicio de Inteligencia Naval (SIN), almirante Eduardo Morris Girling.

El alto oficial, miembro de la junta de gobierno, tenía en mente un ambicioso plan destinado a forzar a los británicos a retener su flota en Europa y quería ponerlo en práctica.

La idea consistía en atacar en el viejo continente hundiendo uno de sus buques de guerra, hecho que impulsaría a las naciones de la OTAN a exigir al Reino Unido mantener sus unidades en el hemisferio norte, dada la amenaza soviética.

En lo que al objetivo se refiere, Anaya descartó de lleno una base en las Islas Británicas porque la presencia de argentinos en el lugar despertaría grandes sospechas. El blanco de la incursión debía ser Gibraltar pues tratándose de una posesión del Reino Unido en España, por la cual aquella nación también mantenía un conflicto, se podía esperar algún tipo de apoyo, aunque fuera pasivo; además, no habría problemas con el idioma y se podría operar desde territorio neutral próximo, como la cercana Algeciras o alguna otra localidad.

Una vez presente en el edificio, el alto jefe naval se hizo anunciar y poco después ingresaba en el despacho del integrante más duro e intransigente de la Junta Militar, principal impulsor de la captura de los archipiélagos.

Tras las salutaciones de rigor, Morris Girling tomó asiento y Anaya comenzó a hablar.

-Estamos elaborando un plan. Lo que necesitamos es golpear en Europa.

-¿Exactamente con qué fin? – preguntó el recién llegado.

-La idea es hundir una nave de guerra británica allá. Si tenemos éxito, los europeos advertirán que los buques destinados a protegerlos están a miles de millas de distancia, cerca del Polo Sur y por esa razón, presionarán para que regresen.

El jefe del SIN permaneció unos segundos pensativo y acto seguido manifestó que creía poder poner en marcha la operación y tener la gente indicada para llevarla a cabo.

Antes de finalizar, Anaya le impuso las dos únicas condiciones que exigía: discreción total y no comprometer de ninguna manera al gobierno español.

Morris Gerling dio el “comprendido” y la conversación finalizó.

Ese mismo día, durante una reunión secreta, se puso en marcha lo que iba a ser conocido como Operación Gibraltar, llamada posteriormente Operación Algeciras, un golpe comando espectacular contra la flota británica, que podría llegar a cambiar el curso de la guerra. El objetivo: aquel diminuto punto de la geografía ibérica controlado por Inglaterra contra el cual operaron exitosamente buzos tácticos italianos durante la Segunda Guerra Mundial.

Ni bien salió del despacho, Morris Gerling se dirigió a su oficina y una vez en su escritorio, tomó el teléfono para ordenar la presencia de sus asistentes. La directiva que impartió fue ubicar inmediatamente a Máximo Nicoletti y mantener absoluta reserva del asunto.

Agentes del Servicio de Inteligencia Naval se movilizaron para establecer contacto urgente con el aludido individuo, un experto en buceo y lucha submarina, y tras minuciosa e intensa búsqueda dieron con él en Miami, donde vivía con su familia desde hacía unos años. La conversación fue breve y escueta; se le dijo que regresara urgentemente al país y se pusiera en contacto con determinada persona.

El hombre todavía estaba sorprendido por la invasión argentina a los archipiélagos australes e hizo preguntas al respecto las cuales, por teléfono, nadie quiso responder.

¿Quién era este Máximo Nicoletti a quien los altos jefes de la Armada convocaban con tanta urgencia?, pues nada más y nada menos que el mismísimo "Gordo" Alfredito, el terrorista que en los años setenta asesinó al matrimonio Villar y hundió al destructor “Santísima Trinidad”.

¿Cómo era posible que un ex guerrillero, integrante de la organización subversiva más poderosa contra la que habían luchado el gobierno argentino, en especial, la Marina, fuese citado en el Comando Naval? Muy sencillo; Nicoletti estuvo preso en la ESMA donde sus captores lo habían sometido a un plan de “recuperación” y “reeducación” puesto en vigencia por la Armada en los años de la guerra antisubversiva, tendiente a captar a aquellos elementos que por sus conocimientos y habilidades pudiesen resultar útiles. No fueron muchos pero Nicoletti figuraba entre ellos.

La vida de este verdadero hombre de acción es realmente digna de una película.

Nacido en Mendoza el 5 de septiembre de 1950, fue criado desde pequeño en Puerto Madryn, donde su madre, una española oriunda de Torre de la Vega (Castilla la Vieja), se radicó con sus cuatro hijos (tres mujeres y un varón).

Según algunas fuentes, el apellido del ex guerrillero no es el de su padre sino el de su padrastro. Pino Nicoletti era un inmigrante italiano, ex combatiente de la Segunda Guerra Mundial, integrante de los escuadrones de buzos tácticos de la Regia Marina organizados por Mussolini para operar contra buques de la flota británica, los mismos que llevaron a cabo la exitosa misión en el puerto de Alejandría. La madre del "Gordo" Alfredito se casó con él en Chubut y formó un nuevo hogar, criando a sus hijos allí, donde crecieron y se educaron. Cuando ella falleció, don Pino se fue al Brasil para formar un nuevo hogar perdiendo, a partir de entonces, todo contacto con sus hijastros.

Desde chico, Nicoletti manifestó vocación por las actividades acuáticas. Siendo adolescente practicó natación con aletas y hasta fue campeón nacional en esa especialidad, pero la política le interesó más y por esa razón siendo estudiante, se incorporó a las filas de la Juventud Peronista de Trelew, doctrina (la justicialista) que abrazó con fervor incentivado, tal vez, por su padrastro fascista.

Su militancia activa le permitió ir escalando peldaños en la organización y de ese modo, en los años setenta, volcado completamente a la izquierda, logró cierta relevancia en su cúpula, de la que formaba parte al producirse hechos de resonancia como el Cordobazo y el secuestro del general Aramburu.

Su primera incursión tuvo lugar durante la fuga de los presos políticos del penal de Rawson que desencadenó la masacre de Trelew, en la que tuvo a cargo la apoyatura logística. Fue por esa época que pasó a Montoneros, alcanzando celebridad no solo por su nombre de guerra “Alfredito”, sino por su coraje y determinación.

Integrando esa organización puso a su servicio su experiencia como buzo así como sus conocimientos y su capacidad para llevar a cabo misiones submarinas de tipo comando.

De esa manera, encabezó los atentados contra el comisario Villar y el destructor “Santísima Trinidad” y en mayo de 1977 intentó asesinar, sin éxito, al vicealmirante Aníbal Guzetti, ministro de Relaciones Exteriores del Proceso de Reorganización Nacional.

Después de haber tomado parte en otros hechos de gran impacto, a fines de ese año fue capturado junto a su compañero de militancia Nelson Latorre, por el Grupo de Tareas (GT) 33/2 de la ESMA a cargo del temible Jorge “El Tigre” Acosta.

Fue en ese centro de detención donde los marinos, acaudillados por el almirante Massera, pusieron en marcha un plan tendiente a rehabilitar a ciertos cuadros prisioneros de los cuales se podía sacar provecho, y el más relevante de todos, dadas sus “cualidades” y conocimientos, resultó ser Máximo Nicoletti, a quien no le costó mucho pasarse al bando enemigo y convertirse en un ferviente servidor de la “dictadura”.

Al respecto, Nicoletti explicaría años después a Radio 10 y al “The Sunday Times” de Londres, que al ver que de otros vehículos descendían maniatadas su mujer y sus hijas, decidió negociar para salvarles la vida.

Una de las primeras misiones que se le encomendaron fue delatar a sus ex compañeros y facilitar su detención. Junto a personal de la Armada, solía integrar las patrullas que por las noches recorrían las calles de Buenos Aires para buscar e identificar a sus antiguos co-militantes. Entre ellos se encontraba el “Negro” Ricardo, uno de los jefes más importantes de la Sección Buenos Aires de Montoneros a quien en 1978 condujo desarmado hasta una casa deshabitada donde aguardaba emboscado un grupo de tareas naval.

Sin sospechar nada y confiando plenamente en su amigo, el "Negro" Ricardo entró en la vivienda y una vez en su interior fue capturado y conducido a la ESMA donde, al negarse a delatar a otros subversivos, terminó ejecutado.

Hay quienes dicen que Nicoletti se convirtió en uno de los más leales hombres de Massera, tanto, que tuvo a su cargo la vigilancia y delación de los prisioneros detenidos en el centro de detención.

En 1978, durante la crisis del Canal de Beagle, a "Alfredito" se le encomendó una nueva misión: poner en marcha un plan destinado a hundir un buque chileno, cosa que no llegó a concretarse porque el conflicto fue detenido a último momento. Finalmente, cuando en 1979 la ESMA dejó de funcionar como prisión, Nicoletti, que ya era un servicio de inteligencia naval, fue enviado a Caracas junto a Nelson Latorre para realizar tareas de espionaje. Allí, en Venezuela, saldó su deuda con los represores y finalizó su vínculo con ellos.

Una vez ubicado, Nicoletti viajó a Buenos Aires. En el Aeropuerto Internacional de Ezeiza lo estaban esperando tres individuos de gafas negras que lo condujeron hasta un vehículo particular para llevarlo directamente a la sede del Servicio de Inteligencia Naval donde aguardaba el almirante Morris Gerling.

Ni bien entró en la oficina, Nicoletti vio que junto al alto oficial naval se encontraba una segunda persona, el capitán Luis D’Imperio, sucesor del "Tigre" Acosta en el GT 33/2 de la ESMA (la unidad que lo había secuestrado en 1977), quien tenía a su cargo la organización de la misión, a saberse, el envío de un grupo comando que debía operar en Europa.

Morris Gerling presentó al recién llegado, lo invitó a tomar asiento y sin más preámbulos, pasó a explicarle los motivos por los cuales había sido convocado: debía hundir una nave de guerra británica en el Peñón de Gibraltar.

Semejante baldazo dejó helado al ex subversivo. Morris Gerling le pasó la palabra a D’Imperio y este dijo que acababa de llamar a otros dos ex montoneros, el mismísimo Nelson Latorre, alias el “Pelado Diego” y un sujeto conocido por el apodo de “El Marciano” para formar un grupo comando al mando de un oficial de la Armada, el teniente de navío Héctor Rosales, quien actuaría como enlace.

La misión se terminó de planificar a fines de abril, después de varias reuniones en las que D’Imperio, junto a los integrantes del grupo de tareas y unos pocos asesores navales, ajustaron hasta el más mínimo detalle intentando no dejar nada al azahar.

El plan consistía en montar una base de operaciones en Algeciras, por ser la localidad más cercana al objetivo, donde establecerían su centro de operaciones haciéndose pasar por un grupo de turistas apasionados por la pesca y el buceo, ajenos a toda cuestión política. Desde allí, procederían a estudiar el terreno y observar detenidamente los movimientos en la base naval mientras la embajada argentina en Madrid conseguía los explosivos con los que se iba a volar la embarcación. Los mismos deberían llegar por valija diplomática, camuflados en el interior de unas boyas color naranja, las cuales serían entregados en un punto a determinar.

Una vez señalado el blanco (el buque a hundir), se esperaría una noche obscura, nublada o sin luna para asestar el golpe, previa autorización por parte del almirante Anaya. Lo más sugestivo era que en caso de ser detectados por las autoridades españolas, los comandos deberían “confesar” ser integrantes de un grupo de ex guerrilleros montoneros que por cuenta propia había decidido operar en defensa de la patria.

Entre el 24 y el 25 de abril, Nicoletti y Latorre se trasladaron a Ezeiza y una hora después abordaron un Boeing de Aerolíneas Argentinas llevando consigo trajes de buceo y un mapa turístico de Algeciras. Volaron a París provistos de pasaportes falsos -de no muy buena calidad-, elaborado por Víctor Basterra, otro ex montonero experto en ese tipo de tareas y después de atravesar medio mundo aterrizaron en el Aeropuerto Charles De Gaulle, donde vivieron el primer momento de tensión cuando las autoridades francesas sospecharon de esa documentación y los pusieron bajo vigilancia. Sin embargo, al cabo de unas horas les devolvieron los pasaportes y misteriosamente los dejaron seguir. Nicoletti dijo que estaban en viaje turístico por la costa mediterránea y por consiguiente no había motivos para que los tuviesen detenidos.

De París volaron a Madrid y una vez en la capital española, abordaron otro avión que los llevó a Málaga, donde alquilaron un automóvil con la intención de viajar a Estepona, balneario ubicado entre Algeciras y Marbella, a escasos 18 kilómetros de Gibraltar.

Los comandos realizaron el trayecto sin inconvenientes. Lo primero que hicieron al llegar fue alojarse en un hotel modesto aunque muy bien puesto y al día siguiente, después de una noche tranquila, fueron alquilar un auto para recorrer los alrededores.

Cuarenta y ocho horas después regresaron a Madrid donde debían encontrarse con Rosales y "El Marciano", quienes esperaban allí desde el día anterior a su llegada. En la capital española establecieron contacto con el agregado naval de la embajada argentina y a través de él se enteraron que las minas magnéticas de fabricación italiana ya habían sido adquiridas y estaban listas para ser entregadas.

El día acordado, dos funcionarios de la legación cargaron los explosivos en una furgoneta e inmediatamente después partieron hacia el punto de encuentro convenido: una playa de estacionamientos en las afueras de la ciudad.

Nicoletti y Latorre esperaban en el interior de un automóvil recientemente alquilado cuando el vehículo de la representación diplomática se les acercó lentamente y se detuvo a su lado. Uno de los ocupantes descendió y se encaminó a ellos mientras el conductor permanecía sentado al volante, con el motor en marcha.

Ningún transeúnte notó nada. Los argentinos bajaron las cajas con los explosivos, las pusieron en el automóvil de Nicoletti y una vez concretada la operación, se retiraron por caminos diferentes.

Los comandos se reagruparon en otro punto de la capital y desde allí partieron rumbo a Algeciras, el coche de Rosales en primer lugar, seguido diez minutos después por el de Nicoletti y luego por el del "Marciano" y Latorre, quienes debían esperar veinte minutos para salir a la carretera. De esa manera, lograrían burlar cualquier control caminero dando tiempo al vehículo portador a tomar un camino alternativo.

Por entonces, España organizaba el campeonato mundial de fútbol y temerosa de un atentado de la banda terrorista ETA, había reforzado la seguridad, poniendo especial atención en rutas, autopistas y avenidas.

El viaje hasta Algeciras transcurrió sin problemas. Una vez en la soleada ciudad portuaria, buscaron un nuevo hotel y frente su edificio estacionaron los rodados. Concluidos los trámites de rigor, descargaron el “equipaje” y lo llevaron hasta una de las habitaciones, donde lo depositaron con mucha cautela y extremo cuidado.

Nadie pareció sospechar nada al ingresar con las pesadas cajas con las dos minas italianas de 60 centímetros de diámetro en si interior.

En el Corte Inglés de Algeciras, la tradicional cadena de tiendas españolas, compraron un bote inflable Zodiac con su correspondiente motor Yamaha y un trailer. A partir de ese momento, comenzó su representación, haciéndose pasar por amigables turistas que solo deseaban pescar y practicar buceo y eso les permitió ganarse la amistad de los lugareños, quienes todas las mañana, muy temprano, los veían salir con su gomón, sus equipos de pesca y sus trajes de inmersión para regresar bien entrada la noche, siempre cargados de peces.

Sus excursiones se hicieron tan frecuentes, que los lugareños se familiarizaron con ellos y hasta llegaron a tomarles aprecio. Después de todo eran un grupo pintoresco, conversador y extremadamente extrovertido que para más, vendía el pescado a precios irrisorios.

Los comandos navegaron por la bahía, acercándose cautelosamente a la base británica, observando con sus prismáticos y tomando nota de todo lo que sucedía ahí. También hicieron aproximaciones subacuáticas, guiándose por sus brújulas, comprobando la ausencia de redes submarinas y de personal de vigilancia en las garitas.

Para transmitir sus observaciones a Buenos Aires, se dirigían a una cabina telefónica y desde allí llamaban a una casa alquilada por la Armada en las inmediaciones, utilizando un nombre falso1.

De acuerdo a la información recogida, la vigilancia en la base era escasa y eso tornaba factible la operación; sin embargo, el único buque inglés amarrado en los muelles era un viejo minador de madera que no constituía un blanco rentable.

Nicoletti propuso volarlo igual pero Anaya desautorizó la operación por considerar que no se iba a alcanzar la repercusión deseada.

Días después, ingresó en Gibraltar un gigantesco buque petrolero de bandera liberiana, proveniente del Canal de Suez. Rosales, que utilizaba el nombre en clave de “capitán Fernández”, se comunicó entonces con su superior y lo puso al tanto de la novedad pero una vez más, el integrante de la Junta Militar rechazó la propuesta porque creía que la destrucción de esa nave iba a causar un desastre ecológico y gran número de víctimas civiles y eso provocaría el repudio internacional contra la Argentina además de severas condenas. En esos días, Buenos Aires intentaba una solución diplomática y de momento, no convenía ninguna acción de ese tipo. Sin embargo, cuando el 2 de mayo los británicos hundieron el “General Belgrano”, fue el mismísimo Anaya el que exigió premura y acción inmediata.

De ese modo, el día 3 de mayo se dispuso establecer contacto con los comandos para ordenarles que el primer buque británico que ingresase en la base, fuese volado.

Según Nicoletti, esos llamados a Buenos Aires nunca se realizaron y el día que se disponía a llevar a cabo el ataque2, Buenos Aires suspendió la acción porque en esos momentos el canciller Costa Méndez se hallaba reunido con Alexander Haig y se aprestaba a defender la posición argentina en los foros internacionales.

Durante todo ese tiempo y en días posteriores, los comandos hicieron nuevas aproximaciones, atravesando el dispositivo de defensa de la base para acercarse a sus muelles e inspeccionar las instalaciones.

Entre el 29 y el 30 de mayo llegó el momento esperado. Una fragata clase Leander, la HMS “Ariadne” oriunda de Chipre, hizo su ingreso en Gibraltar.

Nicoletti y su equipo se dispusieron a operar y a tales efectos, revisaron sus trajes, chequearon las cargas explosivas, alistaron el equipo y siguiendo el procedimiento propio en ese tipo de operaciones, se echaron a descansar un par de horas3. Mientras eso ocurría, Rosales y Latorre viajaban a Málaga a renovar el alquiler de los vehículos y tener todo listo para escapar.

De acuerdo al plan, Latorre conduciría el Zodiac hasta la boca del puerto llevando a Nicoletti y "El Marciano"; una vez allí, los dos buzos se arrojarían al agua y guiándose por una brújula, nadarían sumergidos hasta el objetivo, llevando consigo las cargas explosivas. Una vez bajo la fragata, fijarían las minas en su casco y después de programar su dispositivo de retardo para las nueve de la noche, regresarán al gomón. Ya en tierra firme, se quitarían los trajes de buceo, subirían a los automóviles y partirían hacia Madrid, más precisamente al aeropuerto de Barajas, donde abordarían el avión que a las 19.00 horas los llevaría de regreso a Buenos Aires. Dos horas después, los mecanismos estallarían.

La operación, sin embargo, jamás se concretó.

De acuerdo con la versión oficial, en la agencia de alquiler de Málaga, el encargado de turno se extrañó de esos clientes que pagaban siempre en efectivo, sin utilizar las tarjetas de crédito, tal como se acostumbraba entonces. Eso despertó sus sospechas y dio aviso a la policía que acudió al lugar de inmediato y arrestó a ambos.

La versión más corriente es la del temor que los argentinos despertaron entre los empleados de la agencia porque unos días antes, una banda de esa nacionalidad (reforzada posiblemente por uno o dos uruguayos), había asaltado la sucursal del Banco Santander de Málaga y eso tenía en vilo a las autoridades y la población en general, atenta a todo indicio de presencia rioplatense.

Cuando Rosales y Latorre entraron en el local, los empleados de la agencia dieron aviso a la comisaría y minutos después, fueron detenidos. Al verse rodeado por personal policial, el primero se dio a conocer indicando que era oficial de la Armada Argentina y que cumplía una misión secreta:

-Soy el capitán Fernández, de la Armada Argentina, y estoy en una misión secreta. Desde este momento me considero prisionero de guerra y no diré una palabra más.

-Si tú eres marino argentino, yo soy sobrino del Papa.-le contestó el comisario.

Acto seguido, le ordenó a sus efectivos que se dirigiesen inmediatamente a Algeciras y detuviesen al resto del grupo que esperaban en el hotel.

A las 12.30 de aquel 12 de mayo los agentes Francisco López y Ricardo Luis Coll llegaron al pequeño albergue algecireño y apoyados por otros dos agentes del Cuerpo Superior de Policía de Málaga, irrumpieron en las habitaciones donde Nicoletti y "El Marciano" dormían. Cuando el primero los vio entrar pensó para sí “perdimos” y enseguida se dio cuenta que todo había terminado4.

Un vasto dispositivo policial se encargó de retirar del lugar a los dos comandos, el equipo y la boya con los explosivos allí guardados.

Los argentinos fueron puestos a disposición de las autoridades españolas pero al cabo de unas horas estaban en libertad, almorzando con sus captores en un restaurante de la ciudad.

Fue un almuerzo muy divertido donde los policías españoles trataron amigablemente a los argentinos y lamentaron que la operación se hubiera desbaratado.

-Hombre, si yo hubiera sabido que ibais a hundir un barco inglés os dejaba seguir. Después de todo, el Peñón de Gibraltar también es territorio usurpado por Inglaterra – dijo uno de ellos.

Finalizado el almuerzo, Nicoletti y "El Marciano" fueron conducidos a Málaga y alojados junto a sus compañeros en un destacamento policial, en espera de una resolución.

Por esos días, Leopoldo Calvo Sotelo, presidente del gobierno español, se encontraba en plena gira electoral y hallándose de paso por Málaga, ordenó al ministro del Interior, Juan José Rosón, que se hiciese cargo del asunto. Rosón, a su vez, le ordenó a Miguel Catalán, comisario general de la policía de Málaga, que asumiese la coordinación de aquella operación y la mantuviese en el más estricto secreto.

Inmediatamente después, Calvo Sotelo dispuso que ocho miembros de su custodia cediesen sus asientos en el avión asignado para su campaña y que los mismos fuesen ocupados por los cuatro argentinos y los agentes que debían escoltarlos y supervisar su salida.

Los comandos viajaron hasta la capital española junto al presidente del gobierno. Sin salir del aeropuerto, abordaron otra aeronave y utilizando los mismos pasaportes falsos con los que había ingresado a Europa partieron de regreso a la Argentina. Los cuatro agentes de policía volaron con ellos hasta las islas Canarias, en cuya capital el aparato hizo su primera escala y regresaron en otro avión de línea.

El suceso estuvo a punto de provocar un verdadero vendaval político y un gran incidente diplomático ya que, por esos días, España acababa de ingresar en la OTAN y la concreción de una acción de tamaña magnitud en su territorio hubiese comprometido su situación, especialmente con el Reino Unido y posiblemente, con el propio Estados Unidos.

La oportuna intervención de Calvo Sotelo evitó que la cosa pasara a mayores aunque creó una suerte de crisis en su gobierno. La misma fue tratada en dos ocasiones por su Consejo de Ministros, el cual, tras largas deliberaciones, dispuso el envío de una nota de protesta a Buenos Aires.

El gobierno español decidió mantener el incidente en el más absoluto secreto, tanto, que los agentes intervinientes, Coll y López entre ellos, fueron apartados del caso y obligados a no decir una sola palabra, bajo pena de severas sanciones. Por directiva del ministro Rosón, la documentación pertinente fue triturada y quemada.

Los argentinos intentaron emular las arriesgadas misiones italianas en el norte de África y Medio Oriente durante la Segunda Guerra Mundial, donde sus comandos anfibios inauguraron métodos y tácticas de increíble audacia que les permitieron asestar duros golpes al enemigo.

Lo que pocos saben es que las minas submarinas que Nicoletti y su grupo pensaban utilizar sobre la “Ariadne”, finalmente estallaron.

Abortada la operación y deportados los cuatros efectivos del grupo, ambos ingenios fueron cuidadosamente retirados del lugar y conducidas a la ciudad de Málaga, bajo rigurosas medidas de seguridad, en el marco de un hermético operativo a cargo de los servicios de inteligencia españoles. Agentes del Grupo de Información de la Comisaría de la Costa del Sol las tuvieron en custodia algunos días hasta que agentes navales las retiraron para ser desactivadas5.

Los explosivos fueron colocados en un camión policial y trasladados a la provincia de Almería donde, tras una escala de veinticuatro horas en la comisaría de El Ejido, llegó la orden de transportarlos hasta la Base Álvarez de Sotomayor del Ejército español, en el municipio de Viator. El transporte cubrió los 6 kilómetros desde el centro de Almería hasta la unidad, fuertemente custodiados. Una vez dentro, se detuvo en la plaza de armas donde personal militar procedió a descargarlo y conducirlo hasta el cercano campo de maniobras con el propósito de detonarlos.

La operación estuvo a cargo de los artificieros del Ejército Español y se llevó a cabo bajo estricto hermetismo

Las fuertes explosiones que los habitantes de Almería atribuyeron a maniobras de práctica en la base fueron, en realidad, las minas de origen italiano que los argentinos pensaban utilizar para volar el buque británico.

El Estado español rotuló al asunto como “secreto de guerra” y lo mantuvo oculto hasta octubre de 1983 cuando la revista “Cambio 16” lo publicó como nota de tapa, bajo el título “Alto Secreto”, brindando abundantes detalles del incidente"6. Su portada multicolor mostraba a un comando argentino emergiendo de las aguas del Mediterráneo con su traje de buzo y su máscara, mientras gigantescas explosiones destruían naves de guerra británicas a sus espaldas, iluminando fantasmagóricamente la noche del Peñón.

“Así querían volar Gibraltar. La embajada argentina puso las bombas”, rezaban los titulares de la edición. Con el paso de los años, otras publicaciones y hasta un documental español dirigido por Diego Mas Trelles, ampliarían aquella historia que llegó a conmover a la opinión pública de la nación ibérica y el mundo entero.








Notas
1 La casa figuraba a nombre de un jubilado.
2 El clima era favorable y se disponía de un blanco factible.
3 Tal como había acontecido durante el atentado al “Santísima Trinidad”.
4 La versión novelada de Juan Luis Gallardo, Operación Algeciras, difiere en varios puntos de la real. Según el autor, los comandos que tomaron parte en la operación eran tres, dos oficiales de la Marina de Guerra y un ex militante montonero. Con anterioridad, viajaron a España varios integrantes de la Armada con la misión de alquilar una casa para el grupo operativo y el vehículo en el que se moverían. Finalmente, el bote Zodiac adquirido por los comandos en el Corte Inglés estaba impulsado por un motor Johnson y no un Yamaha como el que se utilizó.
5 Diario de Almería (elalmeria.es), “Dos minas submarinas de la guerra de Las Malvinas acabaron en Almería”, 8 de junio de 2008,
http://www.elalmeria.es/article/almeria/149417/dos/minas/submarinas/la/guerra/las/malvinas/acabaron/almeria.html
6 Revista “Cambio 16”, Nº 621 del 24 al 31 de octubre de 1983.


Fuente: Malvinas. Guerra en el Atlántico Sur
Autor: Alberto N. Manfredi (h)

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