• Misiles sobre el Sheffield: la misión aérea argentina que estremeció a la flota británica y pudo cambiar el curso de la guerra


    El 4 de mayo de 1982, dos pilotos de la Aviación Naval golpearon sobre el destructor con el misil Exocet, lanzados desde aviones Super Étendard. En el libro “La Guerra Invisible”, se revela la alucinante travesía del avión explorador que, durante siete horas y sin sistema de defensa, se introdujo “en la boca del lobo” del enemigo para detectar y transmitir a los aviadores la posición del buque inglés que luego sería hundido

Publicado el 03 Febrero 2022  por


Luego de detectar la posición de los náufragos del Crucero General Belgrano y en medio de las tareas de rescate, le ordenaron al avión explorador Neptune que volara hacia el sudeste de las Malvinas. Se había detectado una señal, un “ruido”, no identificado. El comando de Fuerza Aérea Sur (FAS), en Comodoro Rivadavia, quería precisar de qué se trataba.En la tarde del 3 de mayo, el Neptune voló al límite del combustible hacia la zona y confirmó el “ruido” en su radar, una posible emisión electrónica de un buque enemigo.

Hasta ese momento, la escuadrilla de aviones Super Étendard liderada por el capitán Jorge Luis Colombo era la única que no había realizado sus misiones aéreas al tercer día de combate. Y además no sabían si el sistema de armas del avión funcionaba. Gran Bretaña suponía que los técnicos argentinos no habían establecido el “diálogo electrónico” entre el avión y el misil o no sabían hacer el traspaso de combustible en el aire, en condiciones meteorológicas de viento y lluvia.


En el hangar de la base de Río Grande, los pilotos Augusto Bedacarratz y Armando Mayora esperaban la llegada de la posición de un objetivo enemigo. En La Guerra Invisible, Marcelo Larraquy revela detalles desconocidos de las misiones aéreas del avión explorador Neptune y los Super Étendard, que, tras el impacto sobre el Sheffield, convirtieron al continente en el centro de gravedad de la guerra.

Aquí, un extracto del libro sobre el ataque al buque inglés, el primero de la flota real en hundirse en una batalla desde la Segunda Guerra Mundial.


Extracto


(…) En la noche del 3 de mayo, con la verificación del ruido percibido en el sudeste de las islas Malvinas por la tripulación 2 del Neptune, se le ordenó a la tripulación 3 su despegue en la madrugada siguiente. Debían explorar la zona y también detectar posibles barcos enemigos alrededor de las islas para dar seguridad al posterior vuelo de un Hércules C-130 que, sin armamento ni defensas, volaba con las luces apagadas a pocos metros del mar para no ser detectado por los radares británicos. El Hércules —o La Chancha, como lo apodaban— podía transportar hasta 70 toneladas de peso para abastecer la logística de las tropas.

El comandante del Neptune, Proni Leston, se acercó a la sala del hangar para establecer con los pilotos la frecuencia de comunicación en caso de que verificaran la presencia de un buque. Augusto Bedacarratz le pidió que transmitiera la posición en forma directa. Existía una tabla de autenticación de latitud y longitud, coordenadas valiosas para ejercicios de la flota en tiempos de paz —FI, 28, 20—, pero podría ser comprendida y alertaría a la flota británica. Por ese motivo él prefería que les pasase los números de corrido, “44.25.5 38.24.12”, sin diferenciarlos por latitud y longitud, grados, minutos ni décimas de segundos.

El Neptune despegó a las cinco de la madrugada del 4 de mayo. Volaría con rumbo al sudeste de la isla Soledad. Si lograba darle la posición, el SUE se ahorraría la necesidad de volar emitiendo radar. Lo haría en la zona del lanzamiento y solo alcanzaría a ser detectado a último momento. El SUE emitiría radar cuando tuviera la certeza de que el blanco estuviera en su pantalla.


El avión explorador buscaría y precisaría la posición, y el SUE volaría hacia ella, verificaría el blanco y lanzaría el misil. Sería la primera vez que la Aviación Naval estableciera esta fórmula en un combate real, la primera vez que se probaría el lanzamiento del misil Exocet AM-39.

La tripulación 3 voló en búsqueda aleatoria. Tenía el indicio reportado en la noche anterior. Suponían que podría haber algo. Pero también ellos debían emitir radar por apenas uno o dos segundos, el tiempo mínimo indispensable. Dos o tres vueltas de antena y únicamente en el sector donde estarían los buques.

Cuando se emite radar para buscar un blanco, el equipo contramedidas “deja de escuchar”, se bloquea su receptor, y no puede recibir la emisión del supuesto radar del enemigo. Y si el enemigo logra interceptarlo en su pantalla y el equipo contramedidas del Neptune no se entera, vuela con el riesgo de ser impactado. Por eso, trataban de emitir lo mínimo, para ocultar la presencia e intentar escuchar las emisiones del enemigo.

El Neptune trató de “disfrazar” su aproximación hacia el sudeste. Su radar de búsqueda de superficie APS-2, Airborne Patrol System, al ciento por ciento de su potencia, tenía un alcance de más de 200 millas. Pero, a medida que se iba acercando a la zona del “ruido”, del blanco enemigo, emitía radar con menores decibeles para camuflar su propia trayectoria. Se lo oía más lejos, para hacer creer a los que lo escuchaban que se estaba yendo.

Esta fue la táctica de la tripulación 3: mayor acercamiento con emisión de radar a menores decibeles. Y, cuando estuviera cerca de la zona de búsqueda e intuyera que su radar podría detectar algo con mayor precisión, volvería a emitir al ciento por ciento para reflejar la intensidad de la onda en toda la superficie radar.

El Neptune fue avanzando hacia el “ruido” a una altura de entre 1500 y 2000 pies, alrededor de 500 metros. Emitía y apagaba el radar. En un momento, cuando estaban en silencio, sin emisión, percibieron una señal: algún buque los había “visto”, los había “escuchado”. El operador del equipo de contramedidas percibió su origen en su computadora: era una frecuencia de repetición de pulso del 965, un radar de búsqueda de una nave tipo 42, que utilizan los destructores de la clase Sheffield y también el portaviones Invincible. Estaba ubicado a 75 millas al sur de Puerto Argentino. Junto al portaviones Hermes, el Invincible era la frutilla del postre para los pilotos.


El oficial control de operaciones (OCO) se lo informó por intercomunicador a Proni Leston. El comandante recibía la información gráfica del operador en el tablero. El OCO sugería qué debía hacerse, y Proni Leston, asistido por el copiloto, tomaba la decisión. Tenía el panorama total de lo que percibía cada uno de los miembros de la tripulación. Así funcionaba el equipo.

Eran las 7:10 de la mañana del 4 de mayo de 1982. La tripulación 3 había recibido la información en determinado rumbo, con determinada intensidad. Había detectado el origen del “ruido”. El Neptune voló durante una hora y media en las inmediaciones del enemigo, alejado a unas cien millas náuticas. Cada veinte o treinta minutos hacía una aproximación hasta las 50 millas volando rasante, por debajo del lóbulo del radar británico, para no ser detectado. En un momento, ascendieron el Neptune a mil metros y emitieron radar. Dos vueltas de antena en la pantalla. Y encontraron tres puntos. La luminosidad en la pantalla traslucía la dimensión de cada uno.

El buque más grande reflejaba una luz más intensa. Ya estaban los blancos. Tres blancos. Había tres ecos no identificados. Tres duendes.

Apagaron radar. Ahora, total discreción. Descendieron para asegurarse de que no los detectaran, muy abajo; volaron a 150 pies, en dirección sur, para que los británicos supusieran que se dirigían al área de búsqueda de los náufragos del Belgrano.

Ahora ya estaban lejos del “ruido”, a 150 millas. Proni Leston comunicó la novedad al búnker de (la base de) Río Grande y al Comando de Aviación Naval, en la Base Espora. Informó que el Hércules no podría llegar a las islas. En la madrugada, un avión Vulcan había descargado bombas sobre Puerto Argentino, como lo había hecho el 1º de mayo. Proni prosiguió. Había detectado tres blancos, uno posiblemente grande, radar 965, y dos medianos, dijo. Ese era el indicio. “Recibido. Mantengan exploración del contacto”, respondieron desde el canal de frecuencia.

Debían enfocarse allí, en ese punto dato. Volverían a comunicarse en dos horas, cuando identificaran otra vez al blanco y transmitieran la última posición. Era una acción de riesgo, porque se debía exponer otra vez al Neptune, que no tenía capacidad de defensa, a 50 millas del buque enemigo.

El capitán Colombo entró a la habitación de Bedacarratz y Mayora y los despertó. Había un blanco determinado, un radar de- terminado, un 965, y una posición determinada, 75 millas al sur de Puerto Argentino. Todo el mundo saltó de la cama. La escuadrilla se alistó. Los mecánicos y los técnicos fueron a preparar los aviones. Cada uno a su tarea. La dupla de pilotos se instaló en la sala del hangar para diseñar el prevuelo. Llegó el meteorólogo y le dio la condición climática de la zona donde debían operar. Todo lo que sucedería en vuelo debía ser resuelto en la sala. Bedacarratz y Mayora definieron que no habría comunicación entre ellos hasta la localización del blanco.

Ahora solo debían despegar y esperar que el Neptune informara la nueva posición.

Mientras tanto, la tripulación 3 se mantenía en el aire. Era un tiempo de espera. La distancia del blanco los protegía. Ya tenían experiencia con las prácticas de vuelo sobre el destructor tipo 42 Santísima Trinidad de la Armada. Fuera del radio de las 120 o 150 millas, no habría riesgos. Como suponían que el blanco era un portaviones, podría tener embarcados a los Sea Harrier, con una autonomía de operatividad de 70 millas, 130 kilómetros. Y el misil del portaviones, el Sea Dart, solo tenía un alcance de 25 o 30 millas para un blanco en altura.

Bedacarratz y Mayora despegaron de la base de Río Grande a las 8:45 de la mañana. Volaron hasta 250 millas del blanco, donde realizaron el primer reabastecimiento con el avión tanque Hércules KC-130 y comenzaron a desarrollar el perfil de ataque acordado. Eligieron la ruta del sur. Debían hacer una aproximación indirecta para evitar que un “piquete radar” —un barco enemigo— pudiera interceptar el vuelo.

(…) El Neptune siguió acercándose al blanco. Volando bajo, a cien pies. Ya sabían que los Super Étendard habían despegado, ya sabían dónde harían la recarga de combustible, ya sabían a qué hora llegarían a la zona de lanzamiento. Quince o veinte minutos antes, Proni Leston debía comunicar las nuevas coordenadas. Seguían con el radar apagado, avanzando a modo discreto. El OCO informaba a qué distancia estaban del blanco. A las 70 u 80 millas podían tener un Sea Harrier encima. Existía una preocupación adicional: ya habían quemado los cristales del radar que determinaba la frecuencia de la emisión. Al colocarlo al ciento por ciento de potencia, los cristales se habían quemado. El radar era frágil cuando se lo exigía. En los ejercicios, lo usaban al 80 por ciento. Ya habían roto dos juegos de cristales durante la aproximación al área crítica y el radarista los había ido cambiando. Era una tarea delicada cuando se hacía en vuelo. Ahora quedaba uno solo y estaba puesto en el radar.

El Neptune continuó vuelo. A medida que se acercaba para dar la última posición, el peligro crecía. Lo iba advirtiendo el operador del equipo de contramedidas, que recepcionaba las emisiones electrónicas.

El equipo contramedidas permitía captar una emisión con una frecuencia y una pulsación de onda determinadas. Al acercarse al blanco, los decibeles subían, notificaban el riesgo. Por eso, el radarista avisó al comandante Proni que estaba recibiendo una señal de intensidad de 15 decibeles. A mayor cantidad de decibeles, mayor exposición. “Ahora 18”, avisó. La señal ya hacía un ruido intenso. Se suponía que a partir de los 20 el Neptune ya estaba en la pantalla radar del enemigo. Y la distancia no lo protegía. Se encontraban a 60 millas; podían convertirse en blanco del misil de un Sea Harrier.

Desde la cabina, Proni iba monitoreando las dos informaciones. Decía “contramedida” y el radarista informaba. Ahora recibía una señal de 25 decibeles de intensidad y el equipo de contramedidas bramaba. Era alarmante. Estaban muy metidos dentro del lóbulo de la señal. Los había detectado el radar 965. Podía ser el Invincible, el Sheffield, el Hermes. Y el OCO tripulante le iba informando la distancia. Estaban a 50 millas del blanco. Mayor acercamiento, más intensidad de decibeles, más luminoso aparecía el Neptune en la pantalla de radar del enemigo. Ya estaban en zona de impacto. Podrían ser atacados. Y el Neptune no tenía protección aérea, no tenía forma de defenderse.


En este punto, a las 10:35 de la mañana del 4 de mayo, debajo de las Malvinas, a 250 nudos de velocidad, con el radarista listo, el operador de control de operaciones listo, toda la tripulación 3 lista, Proni Leston decidió subir a 2500 pies de altura y emitir radar por cuarta vez, con el último cristal. Una barrida, nada más. El radarista informó: los tengo situados. Se veían otra vez los tres blancos en navegación normal. Un buque grande junto a dos medianos. No se habían dispersado. Estaban juntos. Ahí cortaron motor, sacaron el pie del acelerador y volvieron a bajar, bien abajo, para esconderse rumbo al sur. Y luego, con una emisión de decibeles muy tenue, pusieron rumbo norte, para encubrir su posición.

Cuando se alejó del área de riesgo, el Neptune buscó la frecuencia de radio de los Super Étendard para dar la última información del blanco enemigo. Los interceptó justo cuando estaban haciendo el traspaso de combustible. Aprovecharon que todavía estaban en altura. Habló el capitán Sergio Sepetich, copiloto. “Vasco, aquí Ruso”, dijo Sepetich. “Ruso, aquí Vasco”, respondió Bedacarratz. Le dio los números, latitud y longitud, de corrido, como habían acordado. Las naves británicas, en dos horas, se habían desplazado. Ahora estaban a 60 millas al sureste de la isla Soledad.

Los SUE recibieron combustible de la sonda y bajaron para no ser interceptados. Bedacarratz descartó emitir radar a las 55 millas. Decidió volar hasta la milla 40, como le marcaba la pantalla. En tiempo de vuelo, la diferencia podía ser de cuarenta o cincuenta segundos, un tiempo valioso para quitarle reacción al enemigo.


Nada sucedió como preveían


Cuando en la milla 40 subieron a 2500 pies y emitieron por primera vez con tres barridos de radar, no vieron nada. Ninguno de los dos pilotos, Bedacarratz ni Mayora, observaron absolutamente nada en sus pantallas. Nada. Y, si ninguno de los dos había visto nada en el callejón en el que habían emitido, no había error de parte de ellos. Los blancos detectados por el Neptune no estaban.

Fueron segundos de incertidumbre, pero entre los pilotos no hubo comunicación. Continuaron el perfil de vuelo. Siguieron rumbo al supuesto blanco. Había mucho feeling entre ellos. No hacía falta que Bedacarratz, que estaba mil metros adelante de Mayora, le dijera qué debía hacer. Mayora lo sabía.

A partir de ahora, el vuelo era “indiscreto”. El radar enemigo ya estaba en condiciones de localizarlos.


En la milla 40 bajaron, volvieron a volar rasante, debajo de los cien pies, 30 metros por encima del mar, paseando combustible, derrochando, y aceleraron más. Volaban a casi mil kilómetros por hora y todavía no habían detectado el blanco. Ya estaban en la milla 25. En no más de treinta segundos debían disparar dos misiles Exocet, los primeros dos misiles del Super Étendard. El bautismo de fuego. Pero todavía no sabían contra qué. No habían visto nada.

Bedacarrtaz dio dos golpecitos en la radio y Mayora escuchó “clic-clic” en su cabina. Era una pulsación que usaban cuando querían decirse algo sin hablar. La habían practicado decenas de veces. El enemigo no lograría detectarlo. El “clic-clic” era la señal de que debían subir otra vez.

En la milla 25 el techo de nubes estaba a 600 pies. Bedacarratz no quiso atravesarlo porque pensaba que perdería contacto visual con Mayora. Entre las nubes lo perdería. Emitieron con el radar y vieron los tres ecos que les había transmitido el Neptune. Allí estaban. Un eco grande y otros dos medianos. Los tres duendes. Y otro buque aislado, más al norte. Debían enfocarse en el grupo de tres. Estaban 60 millas al sureste de la isla Soledad.

La información que había dado el Neptune era correcta. La diferencia consistía en que, a 40 millas del blanco, no habían podido ver los ecos en el radar porque los buques se habían corrido 11 millas. Y cuando los pilotos ascendieron en la milla 25 para emitir con el radar, en realidad, estaban a 36 millas reales del blanco.

Bedacarratz tomó la decisión de lanzar sobre el buque de la derecha. Giró y subieron al mínimo de altura posible de lanzamiento, 250 pies, 75 metros, para que no los impactara el enemigo, si es que los había detectado.

Al llegar a la milla 22 que marcaba su visor, entendió que estaba a la distancia correcta. Solo tenían que enganchar el misil en el eco más grande del radar y que el avión lo comunicara al misil. En el visor se veía el buque iluminado en forma constante, hacía como una viborita con la letra A: accroché. Objetivo enganchado. Estaban volando a 480 nudos, casi 900 kilómetros por hora, la máxima velocidad posible con el misil bajo el ala.

El “diálogo electrónico” que habían testeado en el hangar de la Base Espora ahora se probaría por primera vez en un combate real.

Bedacarratz lanzó en la milla 22. El misil tarda un segundo en desprenderse. Y ese movimiento se siente en el ala: son 660 kilos que bajan del avión. Mayora no escuchó la orden de Bedacarratz. Había mucho ruido en la cabina y no se veía bien. Lo que vio fue el fuego debajo del ala del Super Étendard de su capitán. Le preguntó si había lanzado. Bedacarratz, que ya veía la estela del misil en dirección al blanco, dijo que sí. Entonces Mayora lanzó el suyo.


A partir de ese momento la mayor amenaza era que los impactara un misil Sea Dart del buque que habían atacado o que los persiguiera una patrulla aérea de combate. Escaparon al máximo, ahora sí, a más de mil kilómetros por hora. No pensaron si el misil había golpeado o no en el blanco. Pensaron en no tragarse el agua, en huir a 50 millas todavía más hacia el sur, como lo habían planificado, un vuelo hacia la Antártida, que fuese difícil de rastrear por aviones enemigos o por un “piquete radar”, en la ruta de regreso. Volver a la base en línea recta supondría más riesgos.

El lanzamiento se realizó a las 11:04 del 4 de mayo de 1982. El Neptune estaba a la espera. Se habían quedado dando vueltas por el aire, calculando el tiempo de aproximación al blanco y el lanzamiento. Hasta que Ruso llamó a Vasco. “Lanzamiento exitoso, estamos volviendo”, respondió Vasco. Si había pegado o no, todavía no lo sabía nadie. Desde el Neptune retransmitieron el mensaje al búnker. En ese momento se aflojaron. Se acordaron de que en el avión había café, sándwiches. Tomaron mate. Ya llevaban más de siete horas de vuelo.

Una hora más tarde, Bedacarratz y Mayora aterrizaron en la base de Río Grande. Cuando descendieron no había novedades, pero se sentían seguros. En el ambiente también había confianza. Todas las escuadrillas fueron a recibirlos. Un rato después, aterrizó el Neptune. La diferencia de velocidad entre los dos aviones era sustancial. El avión explorador volaba a 300 kilómetros por hora. El Super Étendard, a 900.

Bedacarratz y Mayora comenzaron a relatar la misión en un papel en la sala del hangar y luego la pasaron en limpio en el casino de oficiales. Bedacarratz recordaba los detalles de la acción, Mayora aportaba los suyos y los escribía. Fue en ese momento que en la sala se interceptó la radio BBC y escucharon la novedad. El gobierno británico reconocía, a las cinco de la tarde hora británica, que el Sheffield había sido atacado por un misil y la acción había provocado veintidós muertos y una cantidad indeterminada de heridos. El destructor todavía se estaba incendiando. (…)

Fuente: Infobae
Autor: Marcelo Larraquy. Periodista e historiador (UBA)

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