• El combate aeronaval del 12 de Mayo. El fin del “Glasgow”


    El 12 de mayo zarpó de Southampton el requisado transatlántico de lujo “Queen Elisabeth II”

Publicado el 07 Noviembre 2021  por


El 12 de mayo zarpó de Southampton el requisado transatlántico de lujo “Queen Elisabeth II” transportando a la 5ª Brigada de Infantería, integrada por el 2º Batallón de Guardias Escoceses, el 1º Batallón de Guardias Galeses y el Batallón de Fusileros Gurkhas. La poderosa unidad de combate venía al mando del general Anthony Wilson, destinada a reforzar a las fuerzas terrestres que se preparaban para el desembarco.

Aquel día, el bombardeo sobre Malvinas se inició a las 11.32 de la mañana con reglaje de helicópteros, casi al mismo tiempo que el Equipo de Combate “Güemes”, sección del Regimiento de Infantería 25 a cargo del teniente primero Carlos Daniel Esteban, iniciaba su traslado desde Puerto Darwin y Prado del Ganso hacia San Carlos, al noroeste de la isla Soledad, a bordo de un helicóptero Sea King y un Chinook de la Fuerza Aérea.

Cerca de las 13.30, un Sea Harrier en misión fotográfica sobrevoló a gran altura Puerto Argentino, sin que se registraran otras incidencias, al menos de envergadura.

Lejos de allí, el Boeing 707 matrícula TC-92 del vicecomodoro Marcelo A. Conte, efectuaba una nueva exploración de reconocimiento lejana en busca de unidades navales enemigas.

En pleno océano Atlántico, la luz verde del radar comenzó a parpadear y minutos después, se pudo observar a un gigantesco avión militar que avanzaba en sentido contrario, por la izquierda, al tiempo que efectuaba un pronunciado giro a la derecha para ubicarse en su cola. Se trataba de un Nimrod MR.Mk.2P de la Real Fuerza Aérea en misión de búsqueda y observación, procedente de la isla Ascensión.

Lo único que las aeronaves atinaron a hacer fue observarse mutuamente ya que ninguna de las dos disponía de armamento, por lo que la tripulación del Boeing decidió seguir adelante mientras el avión británico retomaba su ruta hacia Malvinas y se perdía en la lejanía.


Después de una noche de intenso bombardeo, las unidades navales británicas iniciaban su repliegue y se retiraban hacia el este.

Hasta ese día, la flota enemiga se había mantenido fuera del alcance de la aviación argentina, aproximando algunas de sus naves a solo 100 kilómetros de la línea costera para cañonear las posiciones en Cabo Pembroke y el aeropuerto y retroceder ni bien despuntaban los primeros rayos del sol.

Aquel 12 de mayo, la Task Force intentó acercar una nueva formación diurna para proseguir batiendo a las posiciones en tierra y someterlas al mayor desgaste posible. De esa manera, el almirante Woodward pretendía evaluar hasta que punto funcionaba la combinación destructor 42/fragata 22 y si los sistemas Sea Dart de largo alcance y Sea Wolf de corto, eran realmente efectivos.


Cuando el FAS recibió desde las islas el pedido de un ataque aéreo, el destructor clase 42 HMS “Glasgow”, al mando del capitán Paul Hoddinott y la fragata tipo 22 HMS “Brillant”, comandada por el capitán John Coward, disparaban sus cañones sobre las defensas, todavía al amparo de la noche.

Las primeras luces comenzaron a asomar en momentos en que las escuadrillas apostadas en Río Grande y Río Gallegos eran puestas en alerta y recibían la orden de alistamiento.

La primera misión, integrada por dos Dagger y dos A4B, fue programada para las 10.00 hs., pero debió abortar debido a las pésimas condiciones meteorológicas. Pero habiendo mejorado el clima, los mandos continentales programaron dos escuadrillas de Skyhawk integradas por cuatro aviones cada una, las cuales, bajo los indicativos “Cuña” y “Oro”, debían atacar a las unidades navales que en esos momentos cañoneaban el seno Choiseul.

La formación “Cuña”, formada por el primer teniente Oscar Manuel Bustos (avión matrícula C-246), el teniente Jorge R. Ibarlucea (C-208), el teniente Mario Víctor Nívoli (C-206) y el alférez Alfredo J. Vázquez (C-242), partió de San Julián a las 12.30, enfilando directamente hacia el punto de reabastecimiento en vuelo. Allí los esperaba el KC-130 del vicecomodoro Alfredo A. Cano, tripulado por el capitán Juan Carlos Hrubik, el mayor Carlos A. Torielli, los suboficiales mayores Selvático Giliberto y Guillermo Aguirre (este último retirado), el suboficial ayudante Néstor Molina y el suboficial principal Roberto Caravaca.

A las 12.52 decolaron los “Oro” alcanzando al avión cisterna cuando la carga de los “Cuña” había finalizado. La conformaban su jefe, el capitán Antonio F. Zelaya (C-225), el primer teniente Fausto Gavazzi (C-248), el teniente Juan José “Turco” Arrarás (C-244) y el alférez Guillermo Dellepiane (C-239), quienes se lanzaron directamente hacia los blancos siguiendo de cerca de sus antecesores.

Volando con rumbo noroeste-sudeste, los “Cuña” llegaron a la Gran Malvina volando a muy baja altura y tras rebasar el Estrecho de San Carlos, sobrepasaron Puerto Darwin buscando el seno Choiseul, donde las fuerzas acantonadas del Regimiento de Infantería 12 los vieron pasar. Había espesos bancos de niebla y la sal del océano empañaba sus parabrisas, dificultándoles notablemente la visión.

Dejando atrás el istmo, a 25 millas al este divisaron el objetivo: dos buques navegando a la derecha, separados 300 metros uno de otro.

El primer teniente Bustos dio cuenta del hallazgo y a una velocidad que rondaba los 950 km/h, se dirigió hacia los blancos seguido por sus hombres, mientras a bordo de las naves comenzaban a sonar las alarmas y las tripulaciones corrían a ocupar sus puestos de combate o simplemente a ponerse a cubierto arrojándose al piso.


Eran las 11.03 cuando el encargado de las defensas a bordo del “Brilliant” detectó algo. En el “Glasgow” los radaristas también tenían un eco y ya se preparaban a lanzar sus misiles cuando el objeto corrigió su rumbo y desapareció. Se trataba de un Sea Harrier que regresaba de una misión de exploración aerofotográfica y había desviado un tanto su rumbo, cosa que trajo mucho alivio a ambas tripulaciones. Sin embargo, dos minutos después, el oficial de guerra antiaérea de la fragata descubrió una nueva señal, en este caso, cuatro aviones enemigos que se acercaban por el oeste a gran velocidad.

El capitán Coward ordenó pasar la información al “Glasgow” y así se hizo pero, desde el destructor, respondieron que los operadores del radar no alcanzaban a captar ninguna señal.

Nick Hawkyard, oficial de guerra antiaérea a bordo pidió a su igual del “Brilliant” que le transfiriera inmediatamente la imagen de los atacantes por el interconector para poder abrir fuego. Las recibió enseguida, cuando los aviones todavía sobrevolaban tierra, a 18 millas al oeste y con ellos a tiro, le ordenó a su director de cañones que disparara inmediatamente pero cuando aquel oprimió el botón, los Sea Dart no salieron. La sal del mar cristalizada en los mecanismos de rotación y lanzamiento había dañado sus sistemas y eso dejó a la embarcación completamente expuesta.

Fueron momentos de tremenda incertidumbre, con Hawkyard gritando mecánicamente y el resto de la tripulación paralizada por el espanto.


-¡Por favor, funciona! ¡Funciona!

“Desperfecto en el lanzador de a bordo”, indicó la pantalla mientras el silencio invadía el interior de la nave.

Se le ordenó a otro computador disparar sus misiles pero como el mismo había recibido la indicación de arrojar una salva, no reconoció la directiva y tampoco respondió. Fue en ese momento que el cañón Mark 8 de proa comenzó a atronar y la “Brillant” lanzó sus mortíferos Sea Wolf.

El primer proyectil atravesó el aire y segundos después alcanzó de lleno al primer teniente Bustos, que encabezaba la formación. Mientras el Skyhawk se precipitaba al mar envuelto en llamas, el segundo misil alcanzó al teniente Ibarlucea, haciéndolo estallar en el aire. Pese a ello, antes de perecer, el aviador logró disparar sus cañones alcanzando el casco de la fragata con sus proyectiles de 20 mm, inutilizando su lanzador de Sea Wolf.

Detrás de él avanzaba el teniente Nívoli, acribillando la estructura de la nave pero se estrelló en el océano, al efectuar un pronunciado giro en su intento por esquivar las salvas.

Quien recibió sobre sí toda la potencia del cañón de proa fue el alférez Vázquez que llegó volando inmediatamente después. El piloto fue extremadamente afortunado ya que en ese preciso momento, el cañón Mark 8 del “Glasgow” se trabó y eso le permitió arrojar sus cargas y alejarse a gran velocidad mientras a bordo, la tripulación buscaba cobertura desesperadamente.

Las bombas cayeron muy cerca del blanco mientras giraban en el aire. La primera lo hizo en el agua, a unos 50 metros del casco, sin alcanzar la nave; la segunda, rebotó en la cresta de una ola, sobrevoló la cubierta superior a unos 15 metros y estalló con fuerza al otro lado, levantando una gruesa columna de agua, aunque sin provocar daños al destructor.

La primera oleada de aviones había pasado pero el alivio a bordo de las embarcaciones duró poco.

Con los ingenieros de armamento del “Glasgow” intentando desesperadamente hacer funcionar el sistema Sea Dart y destrabar el Mark 8, llegó la escuadrilla “Oro”.


En momentos en que los “Cuña” del desafortunado capitán Bustos atacaban, los Skyhawk del capitán Zelaya se aproximaban velozmente, con los numerales volando a ambos lados del líder aunque un tanto más bajo, y el alférez Dellepiane cerrando la formación detrás.

En el punto previsto en la sala de prevuelo, antes de la partida, los pilotos iniciaron el descenso, siguiendo atentamente a su jefe ya que el equipo radioeléctrico de las aeronaves se hallaba fuera de servicio y por esa razón, debían efectuar navegación por tiempo y rumbos

Al llegar a Prado del Ganso, los aviadores notaron un cambio que les llamó la atención. De acuerdo a los planes, el pueblo debía estar siete millas a la izquierda en lugar de cuatro a la derecha, detalle sugestivo que los obligó a corregir el rumbo y seguir vuelo en dirección a Fitz Roy, adentrándose decididamente en el mar.

Según cuenta Zelaya, volaban en absoluto silencio, sin utilizar la radio, con Gavazzi y Arrarás a ambos lados y el alférez Dellepiane detrás cuando alcanzaron el océano.

Mientras controlaba sus cartas de navegación, el jefe de la escuadrilla deseaba en lo más profundo de su ser no dar con el objetivo, no por miedo a la muerte, que lo tenía y bastante, sino por el hecho de enfrentar lo desconocido. Era una experiencia para la que se había preparando desde su ingreso en el arma pero nunca la había experimentado razón por la cual, pese al frío que imperaba en su cabina, transpiraba mucho y su corazón le latía con fuerza.

La idea era volar en esa dirección por espacio de tres minutos, siempre a la misma velocidad (900 km/h) y si no veían nada, informar a la base y emprender el regreso. Sin embargo, antes de superar ese lapso, dos barcos aparecieron frente a ellos navegando con rumbo sur-sudeste, a gran velocidad.

La escuadrilla “Oro” arremetió con decisión pero, por error, tres de sus aviones lo hicieron sobre el mismo blanco (el barco pequeño) en tanto el restante se lanzaba sobre el mayor.

Zelaya no alcanzó a distinguir nada a bordo, ni tripulantes, ni helicópteros, ni movimiento, solo la enorme pantalla del radar girando intermitentemente mientras se agrandaba a velocidad ultrasónica.

Quienes primeros detectaron a los aviones fueron los operadores de la “Brillant”, cuyo comandante se apresuró a pasar la información a su colega del “Glasgow”. En el destructor, las cosas no iban bien ya que a pesar de haberse destrabado el cañón de proa, el sistema de comando de computadoras había dejado de funcionar.

Sin dar señales de preocupación, aunque extremadamente alarmado, Hoddinott ordenó abrir fuego y mandó a los encargados de la defensa antiaérea, subir a cubierta y disparar las ametralladoras.

A 7 millas de distancia los aviones argentinos comenzaron a efectuar maniobras para eludir los proyectiles y confundir los sistemas Sea Wolf, subiendo y bajando, batiendo sus alas, moviéndose de un lado a otro y efectuando pronunciados zigzags que dieron los resultados esperados.

Los Sea Wolf no salieron y los cazas llegaron sin inconvenientes, ametrallando las cubiertas de ambas embarcaciones.

El capitán Zelaya, el teniente Arrarás y el alférez Dellepiane arrojaron sus bombas y casi enseguida saltaron sobre el “Brillant”, a 300 metros de altura, para iniciar un viraje hacia la izquierda y emprender la retirada.

Dos de los proyectiles rebotaron en el mar y pasaron muy cerca del objetivo, sin alcanzarlo, el primero a metros de la popa y el segundo corto, levantando una gruesa columna de agua que lo cubrió parcialmente. Detrás de ellos llegó el alférez Dellepiane cuya bomba rebotó en el agua, barrió la cubierta y cayó del otro lado, sin consecuencias.

El primer teniente Gavazzi enfiló directamente hacia el “Glasgow” recibiendo sobre sí todo el fuego de las armas livianas, que resultaron completamente ineficaces.

El argentino soltó sus bombas y se alejó elevándose rápidamente por encima de la nave para no embestir sus antenas. Una de ellas se perdió pero la otra impactó al destructor por el lado de babor, a solo un metro de la línea de flotación y después de atravesar su caso, salió por el otro lado, para detonar en el mar. El proyectil destruyó gran parte de la sala de máquinas, aplastó un botellón de aire comprimido y perforó un tanque de combustible, que comenzó a derramar petróleo. Los destrozos eran importantes pero lo peor fue la peligrosa vía de agua que comenzó a inundar la embarcación.

El buque quedó con sus turbinas fuera de servicio, tenía dañado el sistema de combustible para los motores diesel y uno de sus generadores eléctricos había dejado de funcionar.

Mientras los Skyhawk sobrevivientes emprendían el regreso, el “Glasgow”, escoltado por la “Brilliant”, comenzó a retirarse mar afuera, muy lentamente, buscando amparo en el grueso de la Task Force. El almirante Woodward le ordenó a su comandante posicionarse a 60 millas del “Hermes” y el “Broadsword”, lo más cerca posible de las costas, en resguardo de las tormentas que se avecinaban en alta mar. No hacerlo podría resultar contraproducente para el averiado destructor porque al bambolearse de un lado a otro, recibía toneladas de agua por ambos orificios.

El capitán Hoddinott, en un exceso de confianza, manifestó a Woodward que en un par de días los daños estarían reparados y tendría al destructor operando pero lo cierto es que pese a los trabajos, las filtraciones continuaron poniendo en grave riesgo a la nave.

El “Glasgow” pasó los días siguientes navegando en círculos lentamente, intentando mantener uno de los orificios fuera del alcance del mar mientras los soldadores, con el agua helada hasta la cintura, trataban de cubrirlo con placas metálicas.

Los esfuerzos por mantenerlo en operaciones resultaron vanos; las filtraciones continuaban y los sistemas de a bordo funcionaban deficitariamente. Se decidió regresarlo a Inglaterra a remolque del “Salvageman”, retirándolo primeramente hacia las islas Georgias, a muy baja velocidad y luego hacia Ascensión, donde se planeaba una escala técnica.

Pese a lo ocurrido, Woodward estaba satisfecho ya que si la bomba que atravesó la nave hubiese estallado, habría tenido otra veintena de muertos o más. No tuvo que lamentar ninguno porque el único afectado fue un marinero que en el momento de la ofensiva, entró en estado de pánico.


Para quienes la odisea no había terminado aún era para los cinco pilotos argentinos que regresaban al continente.

El inconveniente de la sal cristalizada en los parabrisas volvió a presentarse durante el viaje de vuelta, forzando a varios de ellos a paliarlo, combinando aire frío con caliente, medida que resultó inútil y con consecuencias catastróficas.

En momentos en que sobrevolaban Prado del Ganso, Gavazzi, el héroe que acababa de poner fuera de combate al “Glasgow”, perdió la orientación y se desvió de su ruta, para ingresar por un área no prevista por las defensas antiaéreas.

“En ese momento me di cuenta de que estaba en rumbo 340, cuando tendría que estar en 270. Además, vi un brillo sospechoso y decidí cambiarlo”, explicaría Zelaya tiempo después. Aquella decisión le salvaría la vida, no así a su compañero, que siguió adelante sin percatarse del alerta. “Gavazzi, que venía más lejos, no se dio cuenta y siguió derecho. Entonces el radar lo enganchó a él y, le dispararon…”.

Eran alrededor de las 14.15 hora local cuando el subteniente Claudio Braghini, el mismo que había derribado al teniente Taylor, observaba en el director de tiro Skyward de su batería la aproximación de un avión. Lo desconcentró unos breves segundos la voz de su segundo, el cabo primero Ferreyra, cuando le solicitó permiso para retirarse por sentirse descompuesto. Casi de inmediato, Braghini alertó a la base y se preparó para disparar en tanto el objetivo seguía avanzando por la misma ruta que había utilizado el aviador inglés derribado unos días antes. Lo peor de todo era que detrás de él se acercaban otros dos aparatos a 250 m/seg., y por esa razón resultaba imposible identificarlos. En ese momento llamó el vicecomodoro Pedrozo para preguntar si era factible determinar de que aviones se trataba a lo que el subteniente le respondió que no.

Los cazas se hallaban encima de las posiciones cuando Brahgini disparó. El primero de ellos fue alcanzado y se precipitó a tierra mientras los dos restantes pasaban sobre su cabeza a gran velocidad y se perdían en dirección oeste, sin arrojar sus bombas.

-¡¡Bajaron al tres, mi capitán!! -gritó el alférez Dellepiane a través de la radio, sumamente conmocionado- ¡¡Bajaron al tres!!

-¡¡¡Cállese la boca y siga volando alférez. Búsqueme y forme!!!- le ordenó Zelaya desde su cabina, no menos conmovido aunque comprendiendo perfectamente la reacción de sus subordinado.

El hecho de que los cazas no hubiesen atacado le dio un mal presentimiento al operador de la batería por lo que solicitó al sargento primero Fernández que lo reemplazase. Cuando lo hizo, se encaminó presurosamente al puesto de comando en Prado del Ganso, ansioso por obtener información aunque temerosos de que algo malo hubiese acontecido.

Fue al llegar, que por boca de sus superiores supo que había derribado a una aeronave propia y que el piloto había perecido.

El artillero fue presa de un profundo abatimiento que ni las explicaciones de sus superiores ni el consuelo de compañeros lograron aplacar. Ni siquiera le sirvió el hecho de saber que el avión había ingresado por una ruta indebida y que su deber era abatir todo aparato que ingresase por ella. Había matado a un compatriota y eso no dejaría de atormentarlo por el resto de su vida.

Los tres Skyhawk de la escuadrilla “Oro” aterrizaron sin novedad, minutos después de que lo hiciera el alférez Vázquez, único sobreviviente de la formación “Cuña”. Este último traía su parabrisas cubierto por la sal marina razón por la cual, pese a la orientación que se le había proporcionado desde la torre de control, no calculó bien las distancias y se despistó, sin ninguna consecuencia.

Una cosa que llamó la atención del personal de la base fue la gran esquirla incrustada en el ala derecha del Turco Arrarás, prueba incuestionable de lo cerca que habían estado los pilotos de ser abatidos.

Pese a esas incidencias, la tristeza y el dolor por los compañeros muertos eran los sentimientos que embargaban a oficiales, suboficiales y efectivos de la base, en especial al alférez Dellepiane, visiblemente afectado por el derribo de Gavazzi. Aún así, aquella misma noche el jefe del FAS se reunió con los pilotos para hacer el análisis de la misión y evaluar sus resultados.


El 14 de mayo el HMS “Glasgow” llegó remolcado a las islas Georgias, navegando a una velocidad de 6 nudos. El 27 del mismo mes comenzó su traslado a Inglaterra, amarrado al “Stena Seaspread”, llegando a Portsmouth el 19 de junio, donde entró en dique seco, para ser sometido a trabajos de reparación. Volvería a entrar en servicio el 6 de septiembre, fecha en la que se lo envió nuevamente al Atlántico Sur, regresando definitivamente al Reino Unido el 20 de diciembre del mismo año.

Aquel 12 de mayo la Fuerza Aérea Argentina había ofrendado la vida de otros cuatro héroes. En ese sentido, las palabras del comodoro Rubén Oscar Moro son las más adecuadas para reflejar la sensación que se vivía en esos momentos.

“La FAS seguía teniendo como conclusión que las famosas fragatas misilísticas eran vulnerables y que si bien había que pagar un elevado costo para destruirlas, ello era factible merced a la extraordinaria disposición anímico espiritual de sus pilotos, quienes volando aparatos veinte años más antiguos que los buques a los cuales atacaban, eran capaces de infligirles daños sustanciales y estar listos para salir una y otra vez, aún a pesar del enorme porcentaje de destrucción de sus aviones, porque consideraban que ese era su deber”.

Por otra parte, el capitán Pablo Marcos Carballo explica en las palabras introductorias al capítulo 9 de su obra Dios y los Halcones: “Antes del conflicto recibimos asesoramiento sobre la batalla aeronaval y quedamos completamente convencidos que era ir a la muerte segura el atacar a las fragatas, pero bajo el lema ‘Por Dios y por la Patria’, nadie dudó. Aquí vemos como, pese al elevado costo de la operación, vamos descubriendo que utilizamos nuestras propias tácticas: ellos ‘no eran tan invulnerables’”.

El mundo veía con asombro como los bravos aviadores argentinos demostraban en los hechos lo que sostenían en palabras.




Fuente: Malvinas. Guerra en el Atlántico Sur
Autor: Alberto N. Manfredi (h)

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